El día del desembarco
Aquellos veranos comenzaban a primeros de junio, poco antes de finalizar las clases en el colegio, cuando mis padres decidían que ya era buena fecha para dejar la casa de invierno, en el centro de la ciudad, y trasladarnos al viejo chalet de los abuelos, situado en el Paseo Marítimo de Cádiz, en Playa Victoria.
Tras largos meses invernales sin ver el mar, pisar de nuevo la playa era todo un acontecimiento. Una semana antes, en un estado de excitación que sólo los niños conocen, nos habíamos probado el bañador del año anterior, sandalias y trajes playeros, por ver qué nos servía y qué habíamos de comprar para la temporada.
Salía aquella ropa del armario con un inconfundible olor a humedad y yodo, con un sabor a helado de fresa y nata. La excitación crecía a medida que se acercaba el día del desembarco, que consistía en un corto viaje en el Seat de mi padre. Apenas seis kilómetros separaban una casa de otra, pero nos íbamos de veraneo como quienes van a recorrer enormes distancias y han de cuidar no olvidarse de nada: álbumes de cromos, lápices de colores, muñecas... Olvidar algo esencial era una tragedia, pues ambos mundos estaban separados en nuestro imaginario infantil por cientos de kilómetros.
Tras largos meses invernales sin ver el mar, pisar la playa era un acontecimiento
Aquel falso sentido del espacio también incidía en la playa, que a nuestros ojos se convertía en un espacio infinito, inabarcable. Tampoco las olas parecían tener límites y daba tanto miedo ser engullidos por la marea que buscábamos siempre la presencia de un adulto que nos salvara del monstruo. Un verano de entonces podía ser de una lentitud exasperante, pues en todo el día no teníamos más plan que divertirnos.
Cubos, palas, rastrillos, moldes con forma de cangrejo o tortuga, toallas de vivos colores, sillas, sombrillas descoloridas por el sol, chanclas. Todo preparado junto a la puerta. Y por fin mi madre pronunciaba la frase mágica: "Pepe, me voy con las niñas a la playa". Aquello sonaba a aventura y misterio inquietante. Qué emoción atravesar la extensión ardiente de arena seca y alcanzar con alivio la arena húmeda, donde el palo de la sombrilla se hundía con nerviosismo y furia, marcando el territorio conquistado, como si de una bandera clavada en el nuevo mundo se tratase.
El mar de aquellos veranos tenía tonalidades verdes cuando soplaba el poniente, más turquesas con el viento del Este, más grisáceas cuando se levantaba suave bruma procedente del Sur. El Atlántico rompía en la orilla con una cadencia rítmica, estirando las olas con orlas de anchísimo encaje blanco y a veces las mareas arrastraban alfombras de algas verdes o rojas que daban a la playa un aspecto salvaje y un olor peculiar al bajar la marea.
Vivíamos pendientes de los vientos reinantes, del horario de pleamares, de las banderas rojas que indicaban días no propicios para el baño, de las invasiones de medusas y pica-picas. Las horas se nos iban en tumbarnos indolentemente en la arena, dar largos paseos por la orilla del mar y pasarnos horas en remojo, luchando contra las olas encima de colchones y flotadores de plástico que simulaban barcos piratas. A media mañana mi abuela convocaba bajo el toldo a todos los nietos y nos hacía reparto de patatas fritas o pipas de girasol. Luego nos desperdigábamos entre las casetas de madera, pintadas de blanco y rojo, o elevábamos castillos de arena al borde de las olas, que siempre terminaban por inundar el foso y arrasar tan efímera arquitectura, o íbamos hasta las rocas de Cortadura en busca de lapas y cangrejos, o dibujábamos mensajes en la arena mojada con la pluma desprendida de alguna gaviota, o buscábamos conchas y palitos de chupa-chups entre la arena para hacernos collares, o inventábamos barcos e islas del tesoro.
Julio y agosto iban pasando lentísimos y, sin que entendiéramos cómo, de pronto llegaban las enormes mareas de septiembre, las que más algas y medusas muertas arrastraban al litoral, para despedir paulatinamente a los veraneantes. Las casetas de baño se iban quedando desiertas, los bares se iban vaciando, se desperdigaban acá y allá las sombrillas y aparecían las primeras gotas de lluvia anunciando el otoño. Todavía apurábamos todo septiembre y, si hacía buen tiempo, no regresábamos al centro de la ciudad hasta entrado octubre con la piel muy salina y bronceada.
Verano 2005
Mercedes Escolano (Cádiz, 1964) es poeta y profesora de Lengua y Literatura Castellana en Enseñanzas Medias. Ha publicado, entre otros, Las bacantes (Madrid, Catoblepas,1984), Estelas ( 2ª edición. Cuenca, El Toro de Barro, 2005) e Islas (Madrid, Ediciones La Palma, 2002).
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