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FÚTBOL | El Barça conquista su 17º título de Liga
Columna
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Importar

Decía Lord Robbins que euforia es no saber qué se es y no importar. Viendo la euforia desatada tras el triunfo del Barça, en cambio, parece justo lo contrario: un subidón de identidad y la necesidad de subrayar lo que realmente te importa. Sonaron bocinas y petardos, cánticos y alirones y la generación del móvil con cámara tomó las calles para imponer su forma de celebrar los éxitos. El desenlace tuvo la emoción que requiere la tradición culé: sufrir hasta el último minuto. La media hora final del partido fue escandalosa desde el punto de vista futbolístico, con el equipo asustado, pasándose una pelota congelada por la prudencia, renunciando a cualquier cosa que no fuera esperar el final. Vimos otras cosas raras: Deco haciendo una entrada asesina, dos espontáneos que confirmaron el peligro de lo espontáneo y un planteamiento que se fue crispando a medida que pasaban los minutos, interrumpido por el enésimo acierto de Eto'o. De los prolegómenos de esta primera gran alegría del siglo me quedo con la lección que dio Frank Rijkaard. Dijo que hablar de triunfo antes de conseguirlo era presuntuoso y que no hay que caer en esa trampa ni tampoco en el fatalismo. Era un mensaje para enmarcarlo, pero lo completó diciendo que el secreto del éxito se basa en el talento y el compromiso.

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Contra el Levante, parecía que no había talento hasta que apareció Eto'o y toda la plantilla puso un compromiso que, en otras fases de nuestra historia (Sevilla, Atenas) brilló por su ausencia. Talento y compromiso son palabras que deberían figurar en el escudo del club. Es una aspiración romántica, pero posible, y no tiene nada que ver con la parte más viscosa de esta industria. Es una cuestión de contagio: el talento y el compromiso generan respeto e ilusión. La ilusión se expande y revierte en el rendimiento, que multiplica sus efectos en forma de respeto por la ilusión ajena. Volviendo a la sabia tesis de Rijkaard, se agradece que los jugadores no fueran presuntuosos. Para demostrarlo, incluso estuvieron a punto de perder. Al final, cumplieron sufriendo. Luego se desató la locura. Por la radio escuché a Johan Cruyff contando que estaba brindando en El Montanyá, probablemente después de ponerse las botas en el restaurante L'Estanyol. ¿Está Cruyff detrás de todo? Él insiste en que no, pero, sin estarlo, ha conseguido que el presidente, el entrenador y el secretario técnico sean amigos y discípulos suyos. O sea: que es probable que, gracias a su peculiar talento, no haga falta que esté detrás de todo para estarlo. También me acordé, fugaz e intensamente, de dos culés ausentes, hijos de Balaguer: mi tío Pau y Toni Torres, ex jugador. Cada brindis, cada abrazo, cada sonrisa, cada lágrima, cada recuerdo introspectivo fueron añadiendo elementos a un enorme misterio transgeneracional. ¿Todo esto por un equipo de fútbol? Analizarlo es tan esteril como fingir entenderlo. Tiene que ver con las cosas absurdas que dan sentido a la vida a base de quitárselo: el amor, la vocación, la capacidad para hacer justo lo contrario de lo que uno desearía. La alegría se vive y, mientras dura, te preguntas si no estaremos exagerando. Más tarde, pensándolo mejor, te das cuenta de que la especie humana es exagerada de por sí y que un poco más de excesos no puede afectarla demasiado. En cuanto a la celebración, me alegro de que no fuera en la plaza Sant Jaume, esa tradición del siglo pasado. La última vez que estuvimos allí quedó claro que los balcones institucionales no pueden convertirse en una etílica sala de karaoke ocupada por jóvenes con el pelo pintado coreando chorradas junto a unos políticos que luchan a codazo limpio para chupar cámara.

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