Dos que no
Uno. Decepción, y de las gordas, con el Romance de lobos que Ángel Facio ha montado en el Español. El espectáculo empieza de maravilla: la Santa Compaña, con sus velas y su gorigori, rodea al alucinado Montenegro, que pasará de Macbeth a Lear, para entendernos, en cosa de dos horas. Formidable espacio sonoro, gentileza de José Antonio Gutiérrez, el mejor en lo suyo: lluvia, campanas, relinchos, truenos, gemidos ominosos, lo que ustedes quieran. La escenografía de Paco Azorín, otro maestro, tumba de espaldas: un portón de hierro claveteado surge de la bruma casi como el monolito de 2001, y se abre, en tríptico, para convertirse en el atrio de la capilla de Dama María, o el interior del casón familiar, con un hogar encendido que al final será fuego infernal, y se vence, inclinado, para ser el roquedal de la costa gallega o, boquete mediante, la cueva de Fuso Negro. La iluminación, que lleva la firma conjunta de Francisco Ariza y Mario Gas, también es de matrícula, ahora medieval, ahora Caravaggio, con un tenebrismo matizadísimo y suculento. El vestuario de Begoña del Valle es de una justeza y un buen gusto absolutos. ¿Qué sucede entonces? O, mejor dicho, ¿qué "me" sucede, porque el público llena el teatro y se rompe las manos aplaudiendo? "Me" sucede que el envoltorio es un lujo, pero contiene un bombón de adormidera. "Me" sucede que la mayor parte de escenas corales son visualmente soberbias pero se mueven a velocidad de caracol. Y "me" sucede Manuel de Blas. A ver. Dejemos de lado que, por razones que se me escapan, unos hablen con acento gallego y otros no. Puedo soportar eso. No, es otra cosa. Se lo digo en dos frases: las criadas hablan como Chiruca, los pobres como si estuvieran haciendo La malquerida, y Manuel de Blas como si estuviera haciendo La muralla. Que me perdone Manuel de Blas, un actor que le echa a Montenegro todos los redaños que tiene y más, pero se llevaría el premio a la interpretación más camp de la temporada. De acuerdo, Montenegro es un "bigger than life", aunque no está escrito en lado alguno que su traducción sea "desaforado o declamatorio". Puede que sea una cuestión de estilo y, claro, de gusto personal. Para mi gusto, Morrisey, de los Smiths, cantaba como si le hubieran pegado un balazo en el culo, pero se hinchó a vender discos y su club de fans sigue siendo amplísimo. No diré yo que Manuel de Blas cante como Morrisey, Dios me libre, aunque después de escucharle durante dos horas me atrevería a metaforizar su prosodia con la imagen de una montaña rusa que siempre acaba entrando en el túnel de la bruja (para el caso, la última vocal de cada frase). Quizás esa truculenta imagen encuentre un sustrato referencial en la escena del sepulcro, que jubilosamente hubiera firmado Amando de Ossorio. Si la comparación les chirría, les ofrezco otra de mayor fuste: Vincent Price en Matar o no matar, y espero no estar dando malas ideas. El gran problema de Romance de lobos es que es "la" obra de Montenegro. En las otras dos hay carne para todos: Cara de Plata galopa, Pichona abre su corazón, Dama María sufre, Don Farruquiño cuece una momia, etcétera. Aquí están muy bien, por ejemplo, La Roja (Elena Sendón) y Don Galán (Rafael Núñez), pero sus mejores arias, desengañémonos, las tienen en Águila de blasón. Ángel Facio parece muy consciente de eso, porque ha hecho un recorta y pega que en ocasiones viene al pelo (la ampliación de los diálogos entre Montenegro y Don Galán) y en otras no demasiado: cierto que Sabelita tiene aquí poca tajada (lástima grande: Yolanda Ulloa se merecía mejor plato), pero incluir el acoso de Fuso Negro en Cara de plata (es decir, cuando era mocita) te deja un tanto pensativo. En el campo contrario, hay podas también discutibles, como la escena del saqueo de la capilla. Volvamos a las escenas corales y a los destellos. Hay en el montaje dos secuencias redondas y vigorosas, de atmósfera, de construcción y de ritmo: la del naufragio y la pelea con los chalanes. Ahí destaca la ferocidad de Carlos Moreno, un Don Mauro que, aunque galaico, recuerda a un aizkolari poseído por el espíritu de Antonio Dechent. También me convencieron muy mucho Andreíña (Adela Armengol) y el Ciego de Gondar (Alfonso Delgado). Y, por supuestísimo, Fernando Sansegundo, que se lleva el gato al agua como Fuso Negro. Le han puesto un pelucón pospunk y una trompetita para que no tenga que ir repitiendo "Tourrotoutou" a cada paso, pero donde hay verdad no hay pelucón que valga y, cuando se abalanza sobre la escena de la cueva, no deja ni la raspa.
Dos. También me he quedado un poco a cuadros con El invierno bajo la mesa, en la sala pequeña del María Guerrero: si no me dicen que es de Topor hubiera jurado que echaban un episodio de Los chiripitifláuticos con guión de Víctor Ruiz Iriarte. Me habían hablado maravillas de esta función, que también ha gustado mucho, y de la dirección de Natalia Menéndez, igualmente muy aplaudida. Juraría que ese texto es más propio de una sala alternativa con hueco de programación que de un Centro Dramático, pero ahí están los aplausos para llevarme la contraria, felizmente para programador y programados. No les resumiré la historia: es tan tierna que temo que se me deshaga entre los dedos. Sin embargo, guardaré para mi archivo (que es el suyo, queridos lectores) las interpretaciones de Toni Acosta y Lorena Berdún, aunque por motivos opuestos. Toni Acosta tiene el encanto y el perfume precisos para el personaje de Florence Michalon: Dufy le hubiera regalado una acuarela y Bobby Lapointe le dedicaría una copla del estilo de Ta Katy t'a quité. En cuanto a Lorena Berdún, en el rol de Raymonde Pouce, es la viva encarnación de lo que Lacan llamaba el "efecto espejo". ¿Quién no ha tenido alguna vez la pesadilla de ser empujado a un escenario y mirar con ojos desaforados, y trabucarse, y gesticular muchísimo? Sólo por descargarnos de ese fantasma onírico habría que estarle muy agradecidos.
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