UN AUTOR MARCADO POR LA DICTADURA Y EL EXILIO

Paraguay despide con tres días de duelo a Roa Bastos, su gran clásico del siglo XX

El autor de 'Yo el Supremo' fue un escritor imprescindible de las letras latinoamericanas

La vida de Augusto Roa Bastos está indisolublemente unida a su condición de exiliado. Primero, en 1947, de su país, Paraguay. Luego, del país que le había acogido, Argentina, y en el que escribió buena parte de su obra y, sobre todo, las dos primeras novelas -Hijo de hombre y Yo el Supremo- de una trilogía en la que desentrañaba lo que fue definido como el monoteísmo del poder. Las dictaduras militares condicionaron su vida, pero su visión de la realidad y su maestría narrativa conformaron una de las más bellas y demoledoras respuestas al totalitarismo. Paraguay le despide con tr...

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La vida de Augusto Roa Bastos está indisolublemente unida a su condición de exiliado. Primero, en 1947, de su país, Paraguay. Luego, del país que le había acogido, Argentina, y en el que escribió buena parte de su obra y, sobre todo, las dos primeras novelas -Hijo de hombre y Yo el Supremo- de una trilogía en la que desentrañaba lo que fue definido como el monoteísmo del poder. Las dictaduras militares condicionaron su vida, pero su visión de la realidad y su maestría narrativa conformaron una de las más bellas y demoledoras respuestas al totalitarismo. Paraguay le despide con tres días de duelo.

"Yo había soñado siempre", explicaba, "con dotar a la escritura de una calidad visual"
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Casi 30 fueron los años que Augusto Roa Bastos (Asunción del Paraguay, 1917-2005), uno de los escritores imprescindibles de América Latina, vivió en Argentina. A él le gustaba decir que lo fundamental de su obra lo había escrito en esta tierra ("no puedo escribir ficción en Europa; necesito de un ambiente como éste, aquí están las palpitaciones...", confesaba a mediados de los ochenta), que Buenos Aires era su segunda ciudad y que volver a ella era siempre reencontrarse con una tajada esencial de su vida y su literatura. Llegó en 1947 huyendo de la dictadura de Higinio Morínigo, que había ordenado capturarlo vivo o muerto, y se quedó hasta 1976, cuando otro golpe de Estado, ahora con tonada rioplatense, lo empujó a un nuevo exilio. Los siguientes 20 años los pasó en Toulouse (Francia) enseñando literatura y guaraní, esa lengua indígena que alimentó su escritura, a contramano incluso de un viejo designio paterno (el padre, que había sido seminarista, le enseñó de niño latín para alejarlo -sin suerte- del guaraní como habla cotidiana).

Esas cinco décadas fuera de su tierra natal convirtieron al premio Cervantes 1989 en un exiliado crónico, casi un paradigma del desarraigo forzoso, dolencia común de varias generaciones de latinoamericanos. Con todo, Roa fue capaz de reconvertir la distancia en alimento y de encontrarle un costado amable a la lejanía: "Yo le debo mucho al exilio (...), si no fuera por él, no conocería el mundo", aseguraba en 1990. Y una década antes: "Mi ida forzada de Paraguay fue una distinción que me hicieron. No lo tomé como un castigo, sino como una promoción. Paraguay es una isla rodeada de tierra en América Latina. Salir significa también escapar de una insularidad mental, vital y recobrar una patria común". Una isla que amó, con todo, hasta el fervor y que tras su muerte lo homenajea con tres días de duelo nacional.

Humilde al punto de no considerarse un escritor profesional sino "un artesano de la palabra que ama su trabajo", la temporada argentina de Roa Bastos probaría que en él había fibra y literatura de exportación. De esa época son, entre otros, los cuentos de El trueno entre las hojas, de 1953 (que cinco años después Armando Bo llevaría al cine, con guión del propio Roa e Isabel Sarli de protagonista), Hijo de hombre (1960, Premio Losada), primera gran novela de su trilogía sobre "el monoteísmo del poder", que él definía como su "obra más querida, desde el punto de vista de obra de autor"; El baldío (1966), Los pies sobre el agua (1967) y Yo, el Supremo (1974), que gira en torno de la vida del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernó Paraguay entre 1814 y 1840, su obra cumbre y la novela que mejor ha pintado la figura de ese estigma tragicómico del continente: el tirano latinoamericano. Este libro coral y desmesurado -por la cual el Washington Post Book World lo comparó con James Joyce y Carlos Fuentes lo encumbró como clásico- es el segundo título de la trilogía que Roa completaría, ya en los noventa y tras casi 20 años de silencio narrativo, con El fiscal. En todos ellos, así como en los textos que escribiría después, la historia trágica del pueblo paraguayo, que oscila sin tregua entre la rebelión y la opresión, es protagonista recurrente, y el lenguaje -pulido hasta la lírica-, un elemento de riqueza casi cósmica.

De su larga vida en Argentina sobran las anécdotas y el propio Roa solía deshilvanarlas con fruición. A su oficio de periodista, sumó otros. Fue traductor y corrector de pruebas; compuso tangos por encargo, escribió teatro y guiones de cine. "Mi primer guión fue atroz, porque era un guión literario", recordaría años después. "Eso me llevó a la conclusión de que para escribir un guión cinematográfico yo debía olvidarme completamente de que era un escritor. (...) Yo había soñado siempre con dotar a la escritura de una calidad visual, probablemente porque soy de origen campesino. A partir de mi trabajo como guionista apareció de manera cada vez más clara el predominio de la imagen visual sobre la descripción verbal".

La leyenda dice que en esos tiempos de bohemia y cambalache bonaerenses, Roa incluso trabajó como camarero en un hotel alojamiento (albergue por horas al que se ingresa sin necesidad de mostrar documentos y que constituye toda una institución de la vida sexual de los argentinos). En los años sesenta trajinaba las calles de Buenos Aires con sus compinches de la revista Señales, los escritores Dalmiro Sáenz, María Esther de Miguel y Ramón Plaza.

En 1996, tras el derrocamiento de Alfredo Stroessner, Augusto Roa Bastos volvió a Paraguay. Tenía casi 80 años y afirmaba: "Yo siempre sentí la presión moral de volver y trabajar acá. (...) Quiero dedicar esta parte final de mi vida a estimular a los jóvenes aquí". Así lo hizo, dictando en los pueblos talleres de literatura en guaraní, para niños que no conocían ni los libros ni los zapatos.

Murió en Asunción la tarde del martes. Cuando la noticia se difundió por los altavoces de la Feria del Libro de Buenos Aires, un murmullo espontáneo ganó el aire. Duró un segundo. El silencio que siguió, hondo como un tajo, aún sigue allí.

Augusto Roa Bastos, en una foto de 1992.SANTOS CIRILO
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