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Columna
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Un equipo de cemento

El Valencia Club de Fútbol se volvió cemento. Cuando menos se esperaba. Cuando era el mejor equipo del mundo oficialmente, el triunfador de Europa y de España, el conjunto implacable en el campo, el que peleaba más que ninguno, el que nunca se daba por vencido, el de la defensa prodigiosa y el portero en vena. El Valencia del inmenso Albelda y del talentoso Baraja. El Valencia del añorado Vicente, el extremo que jugaba con los defensas como si éstos fueran niños. El Valencia de los goles de Mista. Ese equipo ha desaparecido escandalosamente. Le tiraron encima un camión de cemento. Muchos camiones. Lo anegaron en polvo blancuzco, en errores gigantes, en fichajes oscuros y en ambiciones especulativas que parecen no tener fin. Porque los hombres del cemento son insaciables. Siempre quieren más y más, y sufren mucho si no logran esas demasías. Tanto que hasta se les petrifica la cara de sudor y balbuceo.

El Valencia se convirtió en un patrimonio. En una propiedad. También en un suculento juguete de unos pocos. Un gran juguete, sí, pero también un peligroso artefacto. Y mientras todo esto se iba tejiendo, a través de una colosal operación de venta de acciones, el Valencia perdió al estupendo Benítez y de paso perdió sus orígenes, y como ya dijo Raimon hace cuarenta años (y tal vez lo recordó el sábado en Benetússer, en la honrada fiesta republicana) quien pierde los orígenes pierde la identidad. Y aunque uno no cree mucho en los sentires colectivos, parece que sí existe la identidad de los que siguen a un equipo de fútbol. La emotiva cofradía de unos aficionados. Unos entusiastas que lamentan que el Valencia ahora ya no es un club de fútbol, sino una inmobiliaria que tiene un equipo. Y así le va en la Liga, torpemente, lleno de todas las nadas, club errante formado por jugadores de yeso, como tantos gatos de los cuentos de García Márquez. Gatos blancos y negros a la par, pero que cada vez cazan menos ratones.

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