Liderazgos
En la reciente historia valenciana, pongamos las últimas cuatro décadas, el divorcio entre la intelitgensia y la sociedad civil pareció la norma. Análisis intelectuales y profesionales parecieron andar por un lado, y los sentimientos, creencias y convicciones de la sociedad, por otro.
Hoy, por el contrario, el diagnóstico académico, profesional e intelectual, parece encontrarse con el que formulan empresarios, organizaciones sindicales, y amplias capas sociales más o menos organizadas. Quien suscribe saluda la coincidencia con alborozo, pues es convicto de la racionalidad, y, si se quiere, de la razón que siempre procura el encuentro entre el pensamiento y la acción. Coincidencia en el diagnóstico, y en consecuencia oportunidad para coincidir en la terapia.
Una sociedad que apenas se reconoce como tal. La cuantía de los valencianos a tiempo parcial es equivalente, como en las Fallas, a la valencianidad, valencianía dicen algunos, que en semanas festivas, de magdalenas, fogueres, y falles, se prodigan. Sin compromiso alguno con el territorio, despreciado y saqueado; con las ciudades y la ciudadanía, ampliamente despreciadas en la gestión política ordinaria, y en el respeto de los propios ciudadanos por lo que en entusiasmo desbordado proclaman como señas de identidad.
Se dan la mano a poco que uno recorra los respectivos circuitos, empresarios, sindicatos, organizaciones sociales, en el diagnóstico, y las más de las veces en las terapias. ¿Qué hacen los responsables políticos, los representantes genuinos de la ciudadanía? ¿Qué hacen, o traducen, los media? Los primeros, asisten y aguardan en unos casos; en otros se sienten apegados a las fórmulas que en el pasado reciente les proporcionaron réditos: lengua, agua, sentimientos difusos y mensajes confusos. En otros casos se limitan a la resistencia ante el desafuero y el insulto. En ningún caso se corresponden ni con el análisis ni con las propuestas. Tanto se alejan que puede que, en efecto, acabemos convertidos en un país sin política.
Los media. Para un observador foráneo se encuentra ante demiurgos, creadores de un universo propio y cerrado, y ante la necesidad perentoria de una legión de hermeneutas que ayuden a comprender a los anteriores y aquello que suele parecer que dicen. A poco que uno se distancie, el abismo de la incomprensión es total. Como en un sistema cerrado, sin ventanas abiertas y con la pestilencia de un pantano en que se fabrican famas y desgracias, tan efímeras las unas como las otras.
Sin embargo, el país subsiste, existe. Sus gentes emprendedoras, encaran un futuro incierto con el mismo ánimo que les llevaron a construir de la nada, o del menguado caudal de recursos, un espacio de prosperidad, de iniciativa. Y ello pese a que, ciertamente en medio de la alegría de la multitud indefensa, algunos casi han logrado convertir a territorio y ciudadanía en un erial de cemento; a su lengua en un patois de regüeldo paellero, antigualla para propios y extraños; y a las convicciones y el debate, en un cementario de reproches trasnochados, a la carta críptica, cuya cifra solo algunos poseen.
No es extraño que, al cabo, se levanten voces reclamando el liderazgo. En las empresas, ante la crisis inevitable de un modelo, así AVE y su presidente Pons. Y piedra en las aguas estancadas, en otros ámbitos empresariales. Y así, la ciudadanía. No es solo una propuesta de relevo, es una exigencia para sobrevivir. Las identidades son un mal negocio, y más si se basan en "nosotros somos nosotros, y los otros frente a nosotros", "nos lo quieren quitar todo", o galimatías por el estilo.
La cuestión, una vez más, es sencilla. ¿Qué hemos hecho, para ser "nosotros"? O, mejor, ¿qué hacemos? Provincianizar, reducir la lengua a esperpento institucional, asistir al decaimiento sin remedio de la actividad económica, alabar el éxito de la especulación, jalear el comadreo de gestos y famas efímeras. Y aplíquese cada cual su cuota, y déjense de zarandajas de guadañas madrugadoras.
Tal vez la cuestión estribe en que nadie se siente miembro de un colectivo, más allá de sus intereses más inmediatos. Y acaso, quienes menos, los responsables sociales, políticos en tanto que representantes en democracia de la ciudadanía. Si los dirigentes subalternos y sucursales la colectividad es fácilmente arrastrada a la subalternidad. Si, además, se apela a los sentimientos más viscerales, con la alharaca mediática acomodaticia, la olla está servida.
Que algunos profetas escribidores, bien alimentados por el poder, sus aledaños o por la leal oposición, alarmen a la clientela, forma parte del convenio no escrito: cobran al final de mes de las instituciones que suelen alancear sin consecuencias, y a veces de los fondos institucionales periféricos pero bien dotados de recursos... a que no hacen ascos. La nómina es considerable, y la congrua respetable con la buena conciencia de ser los permanentes "puros", las vestales de la verdad. Navegan en la barca, sobre el fango que percha alguna hace avanzar como no sea en círculos sobre la propia pestilencia.
Somos bastantes para tener el peso que se nos debe. Y podemos tener socios para hacer valer nuestra fuerza. Esta sociedad no está muerta, está inerme ante la parálisis institucional. Esta sociedad puede haberse encandilado ante la virtualidad; sorprendida ante el "becerro de oro" del enriquecimiento fácil, aplaudido por el coro de palmeros que va desde las instituciones a los media. Está viva, con todos sus recursos, imaginación y capacidad de innovar, para reclamar un liderazgo acorde con los retos de competencia en todos los ámbitos. Desde los empresariales, que ya se mueven, a los sociales, políticos, más allá del anecdotario servil. Con una sacudida en que se dan la mano la inteligencia, la razón, y la necesidad.
Un liderazgo que requiere de convicciones, claro está. De las elementales y comprensibles para hacer de la ciudadanía cómplice: en la defensa del territorio y su sostenibilidad, de la competencia y la cooperación, con objetivos comunes, compartidos; para que las señas de identidad se conviertan en elemento de cohesión y no en arma arrojadiza, sin convicciones y a tiempo parcial mientras se acepta la subalternidad.
De no alcanzar este grado de madurez en una sociedad abierta y democrática, los "líderes" no dejaran de ser meros títeres para un territorio fragmentado, despersonalizado, objeto de análisis de los arqueólogos del futuro. Desde luego no debiéramos ser , a estas alturas, estribillo de bolero, de "lo que pudo haber sido, y no fue". La pregunta, por obvia, hay que formularla: ¿tenemos estos liderazgos? Y, a todos, caso de existir: ¿sabremos sostenerlos?
Ricard Pérez Casado es doctor en Historia.
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