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Reportaje:PASEOS

Entre el tiempo y el mar

El poeta granadino revive sus expediciones furtivas de niño y adolescente por los rincones de Almuñécar

Las ciudades de la infancia aparecen en la memoria como lugares en los que se conjuga una extraña mezcla de paraíso y nostalgia. La pérdida de esos lugares, que sucede con el paso del tiempo y sus quebrantos, decide de manera silenciosa los rincones que constituyen la geografía sentimental de cualquier vida.

En la costa de Granada, una costa rocosa en la que el Poniente aparece como un traidor que llena de viento y olas sus playas, se encuentra Almuñécar. De origen fenicio, la ciudad ha recogido con el paso de los siglos el legado de las diversas culturas que la habitaron. Romanos, árabes y cristianos sucedieron a aquel pueblo que la dotó de moneda propia y una brillante industria pesquera. Hoy, por parques y plazas, quedan testimonios pétreos del rico pasado de esta ciudad blanca que se ha convertido en uno de los principales destinos turísticos de la provincia.

Durante los meses de verano, Almuñécar se convierte en un bullicio constante de gentes que descansan en sus playas, disfrutan de sus bares y discotecas o pasean por sus estrechas calles disfrazadas de recuerdos, de la extraña melancolía del que guarda un secreto.

En la playa del Altillo (también llamada Puerta del Mar), la más céntrica de la ciudad, la arena se llena de hamacas y los vendedores de refrescos o de alfombras apenas pueden combatir el calor. La gente, en busca de un rincón en el que dejar la toalla, construye un puzzle humano lleno de color en el que el sonido del mar se confunde con un constante murmullo que no produce asfixia. Desde la orilla, abandonando el horizonte hacia el oeste, los sentidos se encuentran con tres grandes peñones que se adentran en el mar, con un imposible propósito de faro. Al peñón del Santo, el más cercano a la costa, lo corona una cruz luminosa que trata de confirmar ese propósito sin tener en cuenta el obstáculo de las otras dos grandes piedras, que separan las corrientes y las mareas, protegiendo al Altillo de las fuertes olas de poniente. Desde lo alto del peñón del Santo se divisa una hermosa vista. Durante el día, el horizonte se confunde con el mar en un constante juego azul, un juego endiablado en el que la ligera línea se apoya sobre las múltiples crestas que las olas dibujan. Llegada la noche, la ciudad se transforma en un océano de luces, de farolas cansadas que esperan el amanecer, un amanecer esquivo que sucede lejos del mar, por detrás de los cerros del este, como negándose a hacerse visible, como queriendo alargar la noche.

La playa de San Cristóbal, situada al otro lado de las rocas, algún día renunció a la arena para convertirse en pasto de las piedras. En esta orilla los pescadores preparan las redes que emplearán durante la noche, en busca de un botín cada vez más escaso. Las barcas de madera se han convertido en el testimonio de que, algún día, hace ya muchos años, el pueblo sobrevivía gracias a la pesca mientras el turismo era sólo un fantasma que se divisaba muy a lo lejos a causa de las imposibles comunicaciones.

Cerca de esta playa, en la que el temporal salpica los rincones, se encuentra el parque del Majuelo. Cuando comienza a caer la tarde y el sol disimula su huida con pasos dudosos, no son pocos los niños que se reúnen en el parque con sus sonrisas y sus ilusiones nuevas, con los sueños aún intactos y las primeras promesas de un amor inmortal. Tal vez el desconocimiento del amor, o de la misma muerte, dotaron a aquellos jardines de una extraña vocación de refugio de la que no ha podido librarse mi memoria en los días más grises, en las madrugadas difíciles. Por aquellos años el castillo, encima de la colina, era un lugar casi en ruinas habitado por fantasmas que paseaban sobre huesos abandonados por la imaginación. Alguna vez inicié con mis primeros amigos una exploración del lugar. Un muro derruido en uno de sus flancos nos permitió la entrada. Su recuerdo, como tantos otros, discurre entre la fantasía y la realidad sin que hoy pueda ser capaz de distinguirlas. En la actualidad, el castillo ha sido reconstruido y puede visitarse todos los días, excepto los lunes.

Pero pasaron los años y en los cuerpos despertó una imaginación distinta. Entonces comenzaron las expediciones furtivas a la playa del Muerto, un paraje naturista que antes había sido pasto de todo tipo de leyendas inventadas y que ahora se trataba de una mueca ante el desnudo de una mujer. Apenas unos minutos, unas miradas torpes, para después regresar en bicicleta con un temblor diferente, sin distinguir la certeza de que el tiempo estaba pasando por nosotros. Y algún verano después llegó la noche de una ciudad que en los meses de julio y agosto, y durante los fines de semana, se convierte en el destino de los que buscan un lugar para divertirse. Su amplia oferta de ocio le ha logrado una sólida fama entre los jóvenes. Con sus ventajas y sus inconvenientes, es indudable que la noche imprime un fuerte carácter a la ciudad tropical. Discotecas al borde de la playa e incontables pubs que nacen y desaparecen en torno a las plazas de Kelibia y Damasco seducen a jóvenes y no tan jóvenes que se deciden por aferrarse a la luna y, en algunos casos, enfrentarse a la madrugada con euforia y mareo.

Pero el día, desde lo alto del peñón del Santo, la hermosa playa del Tesorillo o el castillo de San Miguel, siempre sucede. Derribando espacios, renovando una ciudad que alberga un importante patrimonio artístico y una vitalidad de mar, que sin el tiempo, no podría ser posible.

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