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Columna
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Fernando

Hay hombres que nunca son viejos. O que les envejece el cuerpo pero no el alma. El alma está en los ojos. Hay hombres que siempre tienen los ojos jóvenes, brillantes. Las mujeres hermosas, dijo Onetti, atraviesan adolescentes los años. Los hombres también. Hay hombres que siempre son modernos, que tienen una forma de mirar que se renueva en cada época. Hay hombres que tienen la rara cualidad de parecer siempre atractivos a las mujeres, hay hombres que siempre te perturban, a los que nunca puedes ver ni como padres, ni como hermanos, ni como abuelos, porque esos hombres no pierden jamás su capacidad de conquista y siempre son hombres, sin más adjetivos. Hay muy pocos hombres de ese tipo, porque lo habitual es que los hombres se vayan amoldando a los años, esos años que van pesando en los hombros, que te hacen más pequeño, como si te empujaran literalmente hacia el hoyo en el que todo el mundo acaba. Hay hombres que siempre nos gustan. Hay hombres de los que es prácticamente imposible no enamorarse un poco, o a lo mejor mucho. Da igual la edad a la que los conozcas. Yo conocí a Fernán-Gómez hace ¿diez años? No recuerdo la fecha, pero sí la noche como si la memoria me la devolviera intacta. La noche en que sentí el magnetismo de la melena blanca de los pelirrojos, de los ojos que miraban como si fueran capaces de salvarte o de hacerte daño, de esa voz que sólo puede ser suya, la voz que asusta o que consuela. No me perturbó por su sabiduría, que la tiene, ni por la admiración que siempre le he tenido, ni por ver en persona al actor por el que sentí adoración. De Fernando, en persona, me perturbó el hombre. La mirada del hombre que sigue llena de deseos. Por eso, cuando ahora leí las palabras melancólicas que envió al Festival de Berlín para agradecer su premio, en las que hablaba de cine, creí intuir una melancolía mucho más íntima, la del hombre siempre joven enfrentado al paso del tiempo, la rebeldía íntima, la rabia. Qué importa el cine, la literatura, la fama, el dinero, la gloria. Ésos son premios de consolación. El único premio que nos merecería la pena es que nos devolvieran la juventud. Esa juventud que aún brilla tozuda en los ojos de Fernando.

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