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Columna
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El oxímoron

La nueva política de la Casa Blanca, el efecto Sharansky de apuesta radical por la libertad, ha tenido sus primeras consecuencias positivas en el Gobierno gallego. El presidente Fraga Iribarne ha declarado en relación con el futuro de Xesús Palmou, su consejero de Justicia y secretario autonómico del Partido Popular: "No hay ningún proyecto de defenestrar a Palmou y mucho menos de pasarlo por las armas" (La Voz de Galicia, 4 de febrero). ¿No les entran ganas de llorar de emoción? Se ha salvado Palmou (¡qué oxímoron!) y ustedes ahí, tan panchos. Si se salva Palmou, algo nos tocará a los demás. El lenguaje no es inocente. La salvación de Palmou anticipa un gran giro epistemológico, como han observado los kremlinólogos gallegos, que tal vez se extienda por todo el orbe conservador. La derecha española ha sido siempre muy cazadora y la retórica cinegética marcaba su discurso. En su día, y para atajar las protestas de los estudiantes universitarios, un cargo de Educación explicó que "los conejos tampoco participan en la elaboración de la ley de caza". Pero ya entramos en una nueva época, preñada de antigüedad, como quería Leo Strauss, otro gurú neocon. Se salva Palmou. George W. Bush ha leído un libro. He ahí dos síntomas. Se va a acentuar la velocidad de lo contradictorio, el ciclo de lo paradójico en el mundo. El siglo XXI quizás tendrá la forma del Gran Oxímoron Conservador. Es decir, quedarse con todo: "rudo artificio" (Calderón), "broma macabra" (Valle-Inclán), "democracia quemada" (David Morris). Vean como incipiente paradigma la curiosa campaña del "sí negativo por la abstención" a la Constitución europea (en clave encriptada de Aznar, el Tratado de la Bajada de Pantalones) y que tiene su precedente histórico en lo ocurrido hace centurias en un monasterio a orillas del Sil. En tiempo de Cuaresma, había la estricta prohibición de comer carne. La gente del pueblo afrontaba resignada el mandato y se alimentaba de conceptos como "humo de tocino" y "resonancia de cordero". Mientras tanto, unos frailes tiraban cerdos y ternascos al río y otros los "pescaban" a la altura del convento para cocinarlos. Algunos feligreses se atrevieron a exponer la desvergüenza al abad, que les contestó con modernidad paradójica: "Amigos míos, ¡todo lo que cae en la red es pescado!".

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