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Columna
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Ánimo

Un congreso médico celebrado en Sevilla la última semana ha ratificado una obviedad que está al alcance de cualquiera que analice su nivel de entusiasmo una tarde de lluvia: que el 70% de las bajas por depresión se producen en otoño e invierno. Una conocida mía, que trabajaba en una residencia de ancianos, me informó una vez de que el índice de mortandad entre los internos se duplicaba de octubre a febrero, y que con las hojas de los árboles parecían irse misteriosamente al suelo las almas de aquellas gentes exhaustas que vegetaban frente al televisor o al tapete de cartas. El hombre vive más adosado al medio que le circunda de lo que gusta admitir, y la membrana que le protege del aire, la temperatura, el polen y la fragancia de las rosas resulta mucho más delgada y tenue de lo que nuestra salud preferiría. La ciencia, que todo lo explica sin aclarar nada, recurre a índices de hormonas y de componentes químicos en la sangre para disculpar la tristeza, como disculpa el amor platónico o la Sinfonía Júpiter, pero que siguen dejando en la sombra lo verdaderamente crucial, de qué modo se infiltra el universo a través de nuestros poros, qué conductos secretos y respiraderos y desagües aprovecha la naturaleza para introducirse en nuestro cuerpo y a partir de ahí adulterarnos el ánimo con esa alegría o ese pesar que antes nos eran desconocidos. Los antiguos se atrevían a afirmar que la carne y el espíritu viven en compartimentos separados y que son como el agua y el aceite de dos tinajas, que no pueden mezclarse: que a pesar de la música, la quemadura de una vela o la voz de un amigo que ha regresado el alma jamás llega a sacudirse realmente y todas las conmociones quedan restringidas a ese envase inseguro que es el cuerpo. Uno no puede sino lamentar que los antiguos necesitasen anteojos y preguntarse cómo era posible que Platón o Agustín de Hipona no sintieran que es el alma, ese contenido frágil, el alma y no ningún esmalte ni barniz ni envoltura, lo que se raja igual que un búcaro cuando hay que decir adiós a una ciudad o cuando el verso escrito en una página resulta más afilado de la cuenta.

Así que regreso a la evidencia primera: que el organismo humano se parece a esos pájaros de pasta y lentejuelas que los amigos nos traen de Portugal, que varían de color con el tiempo y anuncian vendavales o sequías. Ahí dentro, en algún depósito entre las vísceras, existe un minucioso indicador que registra cada ínfimo desnivel en la presión del aire o advierte con un sobresalto la detención de la savia en las arterias de los árboles; es ese órgano confuso que nos hace sonreír en primavera y agachar la cabeza con las primeras lluvias, o responder con desorientación o ansia a una música o el color de unos labios. Todo lo cual me hace pensar otra vez en los antiguos, porque, es cierto, no hay playa por desembarcar en que no esté ya grabada una huella, pero no a los mismos antiguos de antes. Paracelso defendía que el hombre y el cosmos pertenecen ambos al reino animal, que el más pequeño replica a escala al mayor, y que las tormentas y los anticiclones nos afectan por los mismos motivos por los que nos dolemos de las desdichas de un perro al que ha abandonado su dueño. Es decir: que de algún modo, la tristeza es una borrasca del ánimo, pero también que el universo programa días de sol porque se siente eufórico.

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