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Columna
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Pesadilla / o

Los sueños de Voltarén producen monstruos, pensé, amodorrada ante el televisor, durante las interminables Once Horas sin Mario pero con Josemari. No es mi intención arrojar leña al fuego de nuestra convivencia. Con lo bien que viviríamos nuestra convivencia si nos tragáramos las ruedas de molino con pinchos, fabricadas por quienes usufructúan las normas de la democracia para calumniar y envilecer todo lo que tocan, todo lo que nombran. Con los unos pisados y los otros pisando, cuánto más fácil no sería el mundo; para unos, más que para otros.

En realidad, carezco de intenciones. Sólo quiero reflejar aquí, a modo de desahogo, la forma en que viví la Pesadilla.

Lo viví en formato Walt Disney.

Claro que llevaba Voltarén por fuera y por dentro, y sabido es que los antinflamatorios son al dolor como el condón al sida según la Conferencia Episcopal: muy engañosos. A modo de digresión, afirmo que no me habría adormecido durante la actuación en directo del ciudadano Pesadillo si, en lugar de este lamentable espectáculo, la tele hubiera transmitido una de esas reuniones científicas de reverendos y eminencias en trance de probar la calidad de los condones. Pero en el estrado se encontraba el hermano borde del Rey León, Scar, masticando el eterno hielo de su descontento. Aquello me pareció (muy pasado de horario) el número de las arengas a las hienas partidarias, aunque éstas carecían de la simpatía natural de las criaturas Disney (y sin la voz de Whoopi Goldberg), y lucían más cercanas a un grupo de sórdidos palmeros en una película española de destape de los años setenta. Casi 200 muertos, unos 2.000 heridos, y allí había un cachondeo de sit-com. Qué asco. Para ello, sí: qué asco.

Extenuada ante el vómito ajeno, di otra cabezadita y entonces tuve un sueño esclarecedor. Vi a un niño que, a finales de los cincuenta, avanzaba por la Gran Vía madrileña (entonces de José Antonio Primo de Rivera) y penetraba en los antiguos estudios de la Sociedad Española de Radiodifusión. El niño era recibido por un bedel: "¿Qué quieres, renacuajo?". "Vengo a buscar a mi papá, que es el director de programación". "Siéntate y espera, renacuajo".

Dime, oh, Freud, ¿fue éste el verdadero Origen del Mal?

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