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FÚTBOL | Elecciones a la federación española
Columna
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Fútbol en el lodo

Santiago Segurola

Las elecciones en la federación de fútbol escenifican el grado de parálisis, cuando no de retroceso, que afecta a amplios sectores del deporte. La impresión es que las federaciones son un cortijo donde se dirimen mezquinos combates protagonizados por mezquinos actores, alejados de las necesidades de un país cuyo deporte ofrece demasiadas señales de estancamiento. Un aire pendenciero y barato se observa en muchos de los procesos electorales. En el caso de la federación de fútbol el asunto adquiere proporciones lamentables.

No es casual la degradante imagen del fútbol español en los últimos meses. La federación entró hace demasiado tiempo en una crisis de credibilidad, ideas y capacidad de dirección. Es una casa que no ha renovado sus estructuras desde hace demasiado tiempo, un modelo que desgraciadamente tiende a propagarse en el resto de las federaciones. En un país que ha visto profundos cambios generacionales en todas las instancias, el fútbol ha permanecido inmóvil en torno a un presidente instalado en el poder desde 1988. La apelación al carácter democrático de la institución se contradice con la ausencia de elecciones desde aquella fecha, propiciada por un dudoso modelo de representación interna, configurado durante años para favorecer los intereses de la clase dirigente.

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No se habrían celebrado elecciones sin las rencillas que derivaron en la ruptura entre el presidente Ángel Villar y Gerardo González, su principal colaborador durante los 12 años que ocupó el cargo de secretario general. Con el divorcio se ha conocido un largo inventario de escándalos, acusaciones de corrupción y turbios manejos que han llevado a los tribunales a varios de los principales directivos de la federación. El resultado es el descrédito absoluto del organismo, sumido en el caos que produce el aturdimiento y la parálisis. La federación ha terminado por convertirse en un ventilador de malas noticias. Nada lo lo representa mejor que el caso Luis. Las desgraciadas declaraciones del seleccionador han encontrado la irresponsable colaboración de unos dirigentes que se han movido entre la dejadez, el consentimiento y la torpeza. A la cabeza de todos ellos habría que situar a los dos grandes candidatos -Ángel Villar y Gerardo González- y también a Sebastián Losada, destinado a un papel testimonial. En lugar de oficiar con la determinación que espera de alguien ajeno al viejo poder, ha ofrecido la misma imagen de debilidad que sus dos adversarios.

El tiempo de Villar está acabado, o debería estarlo. Nadie puede esperar un impulso de un hombre que se presenta junto a los colaboradores en el descrédito de la federación. El fútbol necesita empuje, no el aire de naftalina que impregna a estos dirigentes. Villar, junto a Padrón y muchos de los nombres que aparecen en su organigrama de consejeros, representa la esclerosis y un mundo de sospechas que el fútbol no se puede permitir. Cuando nadie quiere aparecer en el palco del Bernabéu para honrar el partido España-Inglaterra es que el desprestigio se ha vuelto irremediable. Es el desprestigio que se ha generado por los presuntos casos de corrupción, por las dádivas, por los chalaneos, por la pésima gestión de todo aquello donde la federación es decisiva: la aplicación de las sanciones o la resolución eficaz de los casos de dopaje. Allá donde prevalece lo arbitrario, la debilidad, la ausencia de liderazgo y de complejos, es imposible pensar en algo parecido a la regeneración. Villar representa ese mundo. Pero Gerardo González, también.

Durante 15 años, Gerardo González participó, en muchas ocasiones como principal arquitecto, de las decisiones que han arrastrado a la federación a su lamentable estado actual. Hizo valer su condición de gran fontanero y aspirante a maquiavelo de tercera fila para convertirse en uno de los personajes centrales del poder. Ahora pretende aparecer como el motor del cambio que jamás impulsó durante sus largos años en el machito. Como candidato merece la misma consideración que Villar. Es un hombre sin credibilidad.

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