Náufragos
La confianza y el descrédito llegan al lenguaje como el mar a las orillas. Hay momentos de calma, en los que la gente navega a través de las palabras con la seguridad de alcanzar un buen puerto, con esperanza de entender y de ser entendida. Otras veces estalla la tormenta y un golpe feroz de lluvia o un oleaje sin gobierno deshacen la luz del sol como si fuese un papel en un charco. El lenguaje está tan unido a la suerte de la humanidad que las épocas de esperanza en el futuro se caracterizan por una amable confianza en los diccionarios. Las relaciones ciertas entre significantes y significados parecen una metáfora de la justicia del mundo y un refugio ante la climatología imprevisible de los destinos. Cuando se rompe el futuro o se deshace en un charco, las palabras se rompen, se deshacen, y las definiciones de los diccionarios se pierden en la ceguera enojada de la tormenta. El III Congreso Internacional del Español que se celebra en Rosario llega en un momento en el que las palabras están a punto de acabar como el Rosario de la Aurora. Vivimos una urgencia informativa y política que hace recordar las lamentaciones del ilustrado José Cadalso, sorprendido por la falsificación social del lenguaje hasta el extremo de soñar con la elaboración de un nuevo diccionario. Resulta penoso emplear palabras como libertad, paz, seguridad, derecho, después de su frecuente corrosión, de su óxido, de las heridas que abren en la semántica una libertad invocada para legitimar avasallamientos, una paz que sirve para justificar genocidios, una seguridad que supone desamparos y un derecho que legaliza la desigualdad y la ley de la fuerza. Enfermas, tristes palabras.
Buena parte del dolor humano se esconde en la podredumbre cotidiana del lenguaje. El 25 de octubre del 2003 fue un día tormentoso en el lenguaje y en las costas de Andalucía. 37 seres humanos se ahogaron a 200 metros de las costas de Rota. ¿Qué eran? ¿Inmigrantes? ¿Ilegales? ¿Indocumentados? La lengua española cuenta con la palabra naufragio para referirse a la tragedia de las embarcaciones que se van a pique, y con la palabra náufragos para definir a los seres humanos que se ven envueltos en las catástrofes del mar. El auxilio a los náufragos es una ley del mar y de la humanidad que asumieron desde hace siglos las leyes nacionales e internacionales. Los seres que se ahogan en nuestras costas con la rutina acompasada del oleaje son hombres, mujeres, marroquíes, nigerianos, blancos, negros, patronos, inmigrantes, pobres, casados, solteros, padres, madres, hijos, pero en el momento de su desgracia sólo pueden ser definidos y tratados como náufragos. No hay ninguna justificación para negarles el auxilio, como no hay justificación para llamarlos de otra manera y suavizar las razones de nuestra impasibilidad. Las palabras inexactas sólo sirven para manipular la realidad. A un individuo que muere en su casa por culpa de la agresión de un ejército extranjero no se le pude llamar rebelde ni insurgente. Es sólo una víctima, una pobre víctima perdida en las estadísticas, a la que se niega incluso el derecho a vivir y morir decentemente en el lenguaje. Debemos vigilar las palabras para que la realidad no nos saque la lengua con la sonrisa de un payaso asesino.
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