Salir a hombros
Uno. Mi suicidio. Henri Roorda, matemático y librepensador, decidió matarse en noviembre de 1925. Dejó un opúsculo, Mi suicidio o El pesimismo alegre, que Mario Gas interpreta a las órdenes de Fernando Bernués. La acción transcurre durante una tarde de lluvia (innecesario: demasiado Gloomy Sunday), dos horas antes del tiro en el corazón. Sin motivos aparentes, como solían decir los forenses antiguos. No hay en Roorda una enfermedad terminal ni una desesperación aullante. Hay un aula vacía y una pizarra llena. Muy llena. Bernard Frank: "On ne se tue pas, je crois, pour des raisons. On se tue par fatigue des raisons". Roorda parece el paradigma de la sensatez: todo lo que dice sobre la educación y la sociedad de su tiempo son verdades como puños. En 1925 "y en 2000 también", como en el tango. Verdades eternas, cambalaches arduamente modificables. Pero tampoco es el fracaso ante molinos gigantes lo que lleva su dedo al gatillo. Roorda no está cansado del mundo, ni vencido. No lo contempla como un caos opaco y distante. En él todavía hay "grandes provisiones de alegría". A un suicida siempre hay que leerlo entre líneas. Quizás su carta final sólo sea una manera como otra de llenar la zanja entre el dicho y el hecho, de silbar a la entrada del pasillo oscuro. Hablar por seguir hablando. Tal vez su verdad última aflore en las incrustaciones aforísticas del discurso, perlas que revelan a un hombre extremadamente sensual, un devorador de alimentos terrestres. "Yo sólo soy feliz cuando adoro algo", dice. O esta otra maravilla: "La música me perdona". Quizás decline mal el verbo; quizás la música, que tantas veces le perdonó, haya dejado de hacerlo. Quizás el devorador haya percibido, de golpe, la desdentada boca de la caducidad, y empiece a sospechar que su cuerpo no está a la altura de sus deseos. La vejez como policía, gritándole: "Ríndete. Abandona tus alcoholes, tus tabacos, tus adoraciones tóxicas. Abraza los trabajos forzados de la existencia". Ah, y la culpa. La culpa tardía, irremediable, que primero brota afelpada de ironía ("Sócrates debía un pollo a los dioses. Como yo debo cientos de pollos, he decretado mi pena de muerte") y luego concisa, fulminante como el disparo final: "He hecho infeliz a un corazón durante 25 años". Un corazón por otro: medida por medida. Banda sonora en loop: "Quizás, quizás, quizás". Mario Gas está perfecto en ese papel. El absoluto physique du rôle. El seductor maduro, el vitalista melancólico. Melena blanca, bakuninista, nimbada por el humo de una pipa imaginaria. Las coderas del alma gastadas en incontables mesas de café. Y la voz, una voz que no requiere alzarse sobre sí misma para imponer su verdad, su convicción. Una voz capaz de vender neveras en Alaska, neveras llenas de pollos que saldarán todas las deudas. Mi suicidio se vio, con mucho éxito, en La Cuarta Pared, en el anterior Festival de Otoño, y ha girado por toda España. Acaba de presentarse en Temporada Alta, de Girona, el Festival de Otoño catalán. No se ha visto todavía (curiosa, irónicamente) en Barcelona. Quizás los programadores piensen que ese título y ese asunto puedan alterar la plácida digestión de los barceloneses. Ojalá.
A propósito de Mi suicidio, de Henri Roorda, interpretado por Mario Gas en Temporada Alta
Dos. Romancero gitano. Sigo con Mario Gas, y con Temporada Alta. Gas acogió en el Español, el pasado verano, este espectáculo de Francisco Suárez; la función arrasó en Madrid y ahora se ha visto en Girona, a teatro lleno, desbordado. Romancero gitano era un viejo sueño de Francisco Suárez: devolverle a Lorca, desde el alma caló, todo su amor y su pasión por la auténtica aristocracia sureña. La función es un terremoto, un sueño cumplido, un trabajo de amor ganado. Un "asunto de familia", por partida doble: convertir a Lorca, definitivamente, en "uno de los nuestros", un rey gitano, juntando en un conjuro las manos y los pies y las voces de todo el clan, el poderosísimo clan Suárez. Juan José, el primogénito, el artífice de toda la música de este Romancero a cargo del grupo Cachapines (guitarras, piano, percusiones) me decía a la salida: "Los versos de Federico son como agua, se adaptan a todos los palos". Y así es: un agua avasalladora, que no deja de fluir, desde el principio, cuando la invocación jonda que devuelve a Federico a la tierra enlaza, sin transición, con la nana que le hará renacer. La Soledad Montoya (Inge Martin) del Romance de la pena negra baila, claro está, por soleás; Preciosa y el aire llega por alegrías, y Kelián Jiménez cabalga el Romance Sonámbulo a lomos de unas bulerías, y un martinete se convierte en la segunda piel, la más profunda, del Romance de la luna luna. Diez poemas para una torrentera de música, de cante y de baile. Tres voces estremecedoras: Aurora Losada, Juan de Pura, Simón Romás. Un espectáculo cosido a mano, sencillo y claro, que nunca es lo mismo que simple: decantado, destilado, esencializado, en la línea del primer Távora, el Távora seminal de Quejío. Un espacio blanco para un Federico (Florencio Campo) luminoso, solar. Un espacio gobernado, en lo alto, por la Luna (Claudia Faci) y su Sombra, el asombroso Daniel Doña. Dos lenguajes, dos tensiones: Federico y la Sombra bailan "contemporáneo", y todos los demás bailan un flamenco explosivo, reconcentrado. Decir flamenco es quedarse corto: música gitana, baile gitano. Líneas de agua pura que se entrecruzan, y crecen, y rompen a hervir, una y otra vez, sin sosiego. Cuando Alegría Suárez acaba de clavar en el aire el perfil de Preciosa, llegan David Paniagua y Marcos Flores bailando una Reyerta afiebrada, intensísima, que parece filmada por Scorsese, y cuando piensas que ya no puede venir nada mejor se aparece Antoñito el Camborio reencarnado en la embestida del alucinante José Maya, y el Romancero concluye, altísimo, casi en oratorio, con el visionario Romance de la Guardia Civil: "Ay ciudad de los gitanos, quien te vio / y no te recuerda...". Este espectáculo ha de verse, imperativamente, en toda España. Y girar por el extranjero. Le auguro un enorme éxito.
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