Jonathan Glazer y Nicole Kidman bordean lo ridículo y naufragan en el desenlace de 'Birth'
El director coreano Kim Ki-Duk da la sorpresa con su fábula silenciosa 'Binjip'

Birth, la película de Jonathan Glazer protagonizada por Nicole Kidman, fue acogida en la Mostra con aplausos y abucheos. Ambas reacciones estaban justificadas. Birth ofrece un buen punto de partida, una dirección elegante, una ambientación refinada y unos actores excelentes. Pero el guión tiene una brecha atroz en los minutos cruciales del desenlace y todo lo anterior se va al garete. Binjip, en cambio, se aplaude de corazón: la "película sorpresa" del concurso, del coreano Kim Ki-Duk, es una fábula extraña y silenciosa con toda la magia del mundo.
Kim Ki-Duk no ha hecho algo grande sino bello. La frivolidad organizativa queda compensada por el acierto de la elección
Nadie diría que Jonathan Glazer fue durante años un reconocido especialista de la publicidad y el vídeo musical. Jamás pisa el acelerador más de lo necesario. Al contrario, maneja la cámara con una morosidad llena de elegancia, al ritmo que requiere una idea tan interesante como difícil de desarrollar: una joven viuda que prepara su segundo matrimonio una década después de la muerte de su marido recibe la visita de un niño; ese niño de 10 años dice ser la reencarnación del esposo muerto, y la convence. Hasta ahí, la cosa funciona. Bordeando, sin resbalar, lo escabroso y lo ridículo.
Anécdotas promocionales al margen (la relación amorosa entre los dos personajes es razonablemente casta, y el presunto escándalo denunciado por la sociedad bienpensante estadounidense no va más allá de una bañera compartida y un beso fugaz), el problema radica en cómo organizar el desenlace. Y ahí, en el desenlace, es donde naufraga Birth, donde pierde la credibilidad y arruina los buenos momentos previos.
Si las últimas páginas del guión hubieran sido distintas y si no se hubiera elegido una música más propia de Maciste contra Godzilla (por decir algo) que de un drama psicológico con ribetes sobrenaturales, Glazer habría firmado una película excelente. No es el caso. Pero es sensato suponer que este director, con sólo dos largometrajes a la espalda, Birth y el anterior Sexy Beast, hará algo grande en un futuro próximo.
Kim Ki-Duk no ha hecho algo grande, sino bello. La organización de la edición 61ª de la Mostra, muy propensa al caos, decidió incluir un aspirante "secreto" en el concurso por el León de Oro, una película no anunciada ni promocionada que no descubría hasta el momento de la proyección. Resultó ser Binjip, la obra de Ki-Duk (autor el año pasado de Primavera, verano, otoño e invierno, y otra vez primavera, película que se estrena esta semana en España), y por una vez la frivolidad organizativa queda compensada por el acierto de la elección.
Binjip es una singular historia de amor furtivo en la que todo es furtivo: los dos enamorados, un muchacho que entra como un ladrón en viviendas ajenas para desarrollar rituales vagamente místicos y una modelo casada con un imbécil violento, no se intercambian una sola palabra, y sólo alcanzan la plenitud cuando su relación se hace invisible a la mirada ajena. Extraño, ¿no? Maravilloso, sin embargo.
Se trata de poesía en verso libre, filmada con una pureza monacal y con un sentido del humor tan inocente que roza la perversidad. Da igual que el espectador se desoriente en algunos momentos o tema hallarse ante la enésima historia de fantasmas. Al contrario que en Birth, en Binjip la secuencia final redime algunos vacíos previos y lo explica todo (a su manera: esto no es un thriller) de forma más que satisfactoria. Es muy probable que el ojo occidental sea incapaz de captar algunos matices de la sensibilidad oriental de Ki-Duk, pero el filme es apropiado para todas las culturas. Cada proyección en el Lido de Venecia concluyó con largos aplausos, entusiastas y merecidos. Sería una sorpresa, y una desgracia, que Binjip se fuera de Venecia sin algún premio.
Otra película presentada a concurso es Sag-haye velgard, traducida del farsi como Pequeños ladrones o Perros callejeros, según el idioma y las circunstancias. La directora, la iraní Marziyeh Meshkini, realiza un explícito homenaje a Ladrón de bicicletas con la historia de dos niños afganos que vagan por las calles de Kabul empeñados en ser detenidos, para reunirse con su madre encarcelada por adulterio.
Meshkini cae ocasionalmente en la tentación del documental, cosa que, si no disculpable, resulta comprensible: cuesta despreciar el material que ofrece espontáneamente la capital del país más atormentada del planeta. Al margen de eso, se trata de un relato contenido, sobrio, que no recurre a la sensiblería (gran mérito, dado que se trata, obviamente, de un dramón) y que extrae de unos parajes sórdidos algunas imágenes de gran belleza. Como nota marginal, puede añadirse que la niña protagonista, una huérfana de Kabul, fue adoptada por Marziyeh Meshkini al término del rodaje. Por ahí ganan fortunas algunas películas con menos méritos.

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