Rey Bekele
El etíope hereda de su compatriota Gebrselassie el trono del fondo con una vuelta final impresionante
El pueblo es de Gebre, pero Bekele es el rey del fondo. Algún día también será el héroe del pueblo y se encontrará con un pequeño abisinio que le retirará del atletismo. Es el ciclo de la vida y del deporte, tal y como se vio en la final de los 10.000 metros, en la que Kenenisa Bekele se coronó campeón con una impresionante última vuelta, innecesaria quizá para ganar la carrera, pero imprescindible para asombrar a los espectadores. Fueron 52 segundos contra nadie, pues nadie estaba en condiciones de seguirle. Fue un ejercicio de maravillosa pirotecnia, pero no una banalidad. La buena salud del atletismo depende de atletas como Bekele, capaces de transportar la imaginación de los aficionados a lugares insospechados. Eso es lo que caracterizó al gran Gebre durante años, su conexión con la gente, la generosidad para regalar en la pista actuaciones inolvidables. Bekele lo ha aprendido, sin duda. Derrotó al maestro en Atenas y coronó la victoria con una demostración abrumadora. No se espera otra cosa de los grandes campeones. Bekele lo es.
La carrera tuvo un gran ceremonial. Ningún detalle fue más evidente que el traspaso de poderes entre Gebrselassie y Bekele. El acto se adelantó el pasado año, en los Mundiales de París. Pero allí hubo pugna. El maestro se resistió a la derrota y Bekele tuvo que ganarle con esfuerzo. Esta vez, no. Gebre disputó la carrera para despedirse, no para ganar. No podía hacerlo de ninguna manera frente a unos rivales más jóvenes, más rápidos, más ambiciosos. Cuando Bekele cambió el paso en el séptimo kilómetro, Gebre se quedó solo y fatigado. Su rostro producía angustia. De repente, su sonriente semblante se transformó en una cara llena de arrugas, los ojos perdidos, la boca abierta y babeante. La emoción se apoderó de los espectadores, sorprendidos por la súbita dureza del momento.
Hubo otro momento memorable. Conmovido por el drama de Gebre, su compañero Sihine, el atleta que ha vivido a la sombra del viejo campeón, giró la cabeza para implorarle que les siguiera. El ritmo se detuvo por un instante. Los ugandeses se sintieron impresionados y no atacaron. Bekele se quedó quieto. Todos querían recoger a Gebre, que se acercó a duras penas hasta el grupo de cabeza sólo para comprobar que era un acto inútil. Cuando volvió a librar la batalla, regresó a su calvario. El traspaso de poderes estaba hecho. Era la hora de Bekele.
El joven campeón nunca dudó de su victoria. Atraviesa uno de esos periodos en los que no encuentra rivales. Les ocurre a muy pocos atletas. A los elegidos. Él es uno. No es un calco de Gebre, pero recuerda todos los datos que han hecho excepcionales a los etíopes. Pequeño, apenas 1,61 metros, con unas piernas finas y largas para su estatura, una ligereza incomparable en sus movimientos y en su pisada, que parece de velocista, Bekele es el último eslabón de la cadena que comenzó con Bikila en los Juegos de Roma 60 y siguió con Wolde, Yifter y Gebrselassie. Nacido en la Etiopía profunda, en los contrafuertes del valle del Rift, consagra al fondista del altiplano africano. Sin embargo, es mejor que nunca le confundan con un keniano. Porque la carrera también escenificaba el duelo entre Etiopía y Kenia por la hegemonía del fondo.
No hay cuestión en estos días. Etiopía ha tenido a Gebre y ahora dispone de Bekele. Kenia no encuentra a nadie que les amenace. Al sistema libre keniano ha respondido Etiopía con un modelo más centralizado, un poco a la manera soviética, que produce atletas más solventes. Mientras los kenianos esperan el mesías del fondo, los etíopes lo generan con una precisión clínica. Primero, Gebre; ahora, Bekele. El próximo será uno de los cientos de muchachos que corren a la escuela por caminos de tierra, a 2.500 metros de altitud. Alguno será detectado, trasladado a Addis Abeba y entrenado rigurosamente. Nada de eso ocurre actualmente en Kenia, donde los atletas vienen y van en busca de dinero rápido. La desbandada de estrellas hacia los países del golfo de Arabia explica la crisis keniana. En Atenas, sus atletas no tuvieron ningún papel. No parecían kenianos. Fue mucho más triste que el declinar de Gebre.
Sin kenianos, sin Gebre, no había nada que hacer frente a Bekele. Interpretó la final como un entrenamiento. Un ritmo lento, bajo un calor asfixiante, llevó a un paso de 13m 50s en los cinco kilómetros. Chema Martínez había resistido con entereza entre las camisetas verdes, rojas y amarillas. Rodeado por etíopes, ugandeses, tanzanos y kenianos, el español era un cuerpo extraño, un insólito europeo en una carrera de africanos. Luego se perdió junto a los demás cuando Bekele aceleró y se quedó a solas con Sihine y el ugandés Kiprop. Se trataba de ganar la carrera y allí no quedaba sitio para casi nadie. Se quebró Gebre, pero antes lo hicieron los kenianos. Sólo Kiprop aguantó. Para Bekele no significaba ningún problema. Después de comprobar los insuperables problemas de Gebre, decidió ganar la carrera. Pudo hacerlo de todas las formas posibles. Eligió una espectacular. Su última vuelta fue prodigiosa, el regalo de un gran campeón al público, que le aclamará como a un héroe durante los próximos años. Lo aprendió del viejo Gebre, del campeón que se va.
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