Leer por hablar
En la mesa hay siete ponentes y un moderador. Cada uno dispone de 20 minutos para su intervención. Empieza la sesión. Cinco de ellos desenfundan un fajo de folios, bajan la cabeza y leen sin piedad. Los otros dos miran de frente... y hablan.
Cuentan, aunque quizá no sea cierto, que un viejo profesor universitario llegaba a clase con un vetusto magnetófono, lo ponía en marcha y volvía pasados 50 minutos para recuperarlo. Sus mejores clases estaban grabadas, ¿por qué renunciar a la perfección? Pero un día el viejo profesor olvidó el paraguas y regresó cuando sólo habían transcurrido 20 minutos. Al abrir la puerta se quedó con el pomo en la mano y la boca abierta. En el aula vacía sonaba su voz, pero eso no era lo más sorprendente. Un centenar de magnetófonos de bolsillo giraban en silencio, uno en cada silla, grabando, muy aplicados, la clase del día.
El cerebro que ha escrito el texto que se está leyendo y el cerebro que ha grabado la cinta que se está escuchando tienen algo en común: ambos están ausentes. De hecho, el viejo profesor también podría haber optado por quedarse en el aula y mover los labios como si estuviera hablando. Un conferenciante que lee tiende a desconectar su cerebro; ¿por qué no va a hacer lo mismo su audiencia? Un conferenciante que habla es un cerebro que piensa, siempre a punto para la conversación. ¿Por qué acudir a una conferencia leída? Yo ya sé leer solito. ¿No podría alguien mandarme el folleto a casa? ¿Acudir a una conversación sólo para hacerme cargo de las distancias que me separan del prójimo? ¿No podría el prójimo ser tan amable de enviarme sus distancias por correo? Conferenciante que hablas, tu imperfección es perfecta.
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