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Reformar la Constitución: una reflexión necesaria

El autor defiende la necesidad de analizar si se deben abordar más reformas de la Constitución que las anunciadas por el Gobierno

Parece unánime el criterio de que fue el altísimo grado de consenso con el que fue redactada nuestra Constitución lo que ha propiciado su generalizada aceptación y, añadiría yo, también esa especie de temor catastrofista a "abrir el melón" constitucional, como si la Constitución fuera fruto atemporal ajeno a la vertiginosa evolución del pensamiento y de la organización social, económica y cultural de los españoles.

El nuevo presidente del Gobierno, en su discurso de investidura y en el pronunciado en ocasión de la toma de posesión del nuevo presidente del Consejo de Estado, desveló el propósito de acometer sin demora una reforma constitucional circunscrita a cuatro aspectos puntuales: la reforma del Senado, el reconocimiento de la igualdad de sexos en la sucesión de la Corona, la introducción de las denominaciones actuales de las comunidades autónomas y la específica alusión a la Constitución europea.

En principio, parecen sensatas y procedentes las modificaciones, algunas largamente demandadas, especialmente la que concierne a la configuración del Senado como Cámara de representación territorial. Pero no alcanzo a comprender bien el porqué de la limitación. Habrá que reformar cuanto sea necesario, conveniente o bueno para España. Lo que señala el señor presidente, o menos. O más.

No quedan muchos ilusos. Sabemos que una revisión constitucional será aprovechada sin duda por todos los interesados para plantear "su" problema y "su" solución. Pero esto va a suceder de todos modos, se delimiten o no previamente los ámbitos de la modificación.

Seguramente, una delimitación tan precisa del alcance de la reforma habrá estado precedida de un concienzudo estudio concluyendo la innecesariedad de otras modificaciones al texto constitucional, que nos gustaría conocer. Pero, sin otros datos, uno oye a diario manifestaciones que denotan, al menos, insatisfacción sobre el modelo constitucional elegido que, con el paso del tiempo, no han respondido a las magníficas expectativas despertadas al tiempo de su concepción hace más de veinticinco años. Por citar un ejemplo, somos muchos los que pensamos que el derecho a la salud o el de disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona deben anteponerse y figurar entre los derechos y libertades del Capítulo Segundo del Título I, o que la Administración pública de una parte de la Administración pública de la justicia no debería haberse denominado Consejo General del Poder Judicial porque el nombre de la institución ha venido y continúa generando confusión, ya que no es órgano del Poder Judicial, que sólo reside en los jueces y magistrados. Y muchos también los que no alcanzamos la razón de por qué debe estar integrado por una mayoría absoluta de magistrados cuando la justicia es cosa de todos y a todos interesa especialmente la preservación de la independencia y el buen gobierno de los jueces. Y más y más.

Sabemos de la compleja y delicadísima estructura política y administrativa del Estado español y los ánimos tantas veces egoístas de conseguir a ultranza lo que no puede sostenerse en el cimiento jurídico-político. Pero precisamente porque contamos ya con más de veinticinco años de gimnasia democrática conocemos suficientemente a toda la clase y vemos venir de lejos a cada uno de los colegas.

El método en la difícil, apasionante y necesaria revisión del texto constitucional no debe ser otro que el que, de forma tan saludable, ha establecido también nuestro presidente del Gobierno: diálogo y consenso. Con esto no quiero decir que haya de iniciarse un zafarrancho constitucional para que todo el mundo apunte su particular propuesta para, entre todas, dar un completo vuelco a la Constitución de 1978.

Sólo pido que dejemos de ser considerados enemigos del orden constitucional quienes creemos que la Constitución es nada menos, pero nada más, que la expresión del sistema político, orden institucional, principios inspiradores y poderes cedidos a los poderes públicos que todos los españoles, el pueblo soberano al que se refiere el artículo primero, nos hemos autoconcedido. Con una precisión, y es que, entre los derechos indisponibles que nos hemos reservado, figura el de modificar la propia Constitución.

Si se continúa manteniendo el ámbito restringido de revisión del texto constitucional, se debe alertar sobre varios riesgos. Dudo mucho que, abierta la posibilidad de introducir las reformas constitucionales concretamente anunciadas, no surjan propuestas de acometer otras, pero aunque esto ocurra, en la calle se seguirá hablando, a mi juicio con razón, de otras reformas necesarias que deberán esperar, cuando menos, otra legislatura, para conseguirlas. Pero temo mucho más aún que al hilo de las reformas anunciadas como lógicas, coherentes y prudentes, en ese desesperado impulso que guía tantas veces a nuestros políticos por culminar reformas legislativas, se negocie alguna reforma constitucional extraordinariamente cara para los españoles, o para algunos españoles.

La Constitución de 1978, como cualquier texto jurídico, precisa de ser adecuado a la realidad social. Es cierto que los españoles, guiados atinadamente por los redactores del texto y por nuestros partidos políticos, estuvimos muy acertados entonces, pero, como en tantos episodios de la vida, lo que ayer era verdad absoluta hoy es relativa o ni siquiera es verdad. Rectificar puede ser de osados, pero siempre ha sido considerado de sabios existiendo causa. Se trata simplemente de analizar si existen más causas de las que han llevado al señor presidente del Gobierno a proponer las apuntadas reformas. Con serenidad, con diálogo y, en última instancia, con consenso.

Carlos Carnicer Díez es presidente del Consejo General de la Abogacía.

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