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Columna
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Caminos valencianos

Los labradores los distinguen todavía con claridad, pero son casi imperceptibles a ojos extraños e, incluso, a muchos de los nuevos castellonenses: los caminos de La Plana. El ferrocarril, la autopista y autovías, los desvíos y las actuales carreteras los desdibujaron, y el asfalto urbano sigue apoderándose poco a poco -o rápidamente en las últimas décadas- de su trazado. La capital de La Plana les sirve de eje radial, y conducían a la frondosa huerta, al áspero secano, a las zonas pantanosas que eran hervidero de fiebres y mosquitos, a las ermitas, al norte, al sur, al poniente y al mar. Uno de esos caminos, el de Els Molins, lleva al romero hasta el cerro que la tradición sitúa como punto de partida del actual Castellón y, según la documentación religiosa, punto de llegada histórico de una procesión penitencial de Cuaresma. Algún cronista del siglo XIX, con la minuciosidad descriptiva que caracterizaba la época, se fijó en esa red radial de caminos que tienen como eje a la ciudad. Claro que ni los caminos son lo que eran, ni la romería penitencial, convertida en eje de las llamadas fiestas fundacionales, es lo que fue, aun cuando voluntariosos y loables grupos ciudadanos intentan recuperar, algunas veces hasta con éxito, las viejas tradiciones, los viejos usos y costumbres que rodeaban el trayecto del romero hasta La Magdalena.

Cuando se observa atentamente el trazado de esos caminos radiales, que tienen como eje a la ciudad, se convierten éstos en una alegoría de los trabajos y los días de los valencianos de La Plana, en metáforas de lo cotidiano en la vida pública y privada por estos pagos. Porque ahí está el camino verde y llano de unas gentes laboriosas que un día pusieron en el mercado el primer pavimento industrial de Europa. Y está el camino retorcido de una ciudad, destartalada en lo urbano, que no acaba de encontrar un trazado racional y funcional: el caos circulatorio es, a determinadas horas, émulo del de una ciudad con varios millones de habitantes. Y está el camino, perfumado por los naranjos, de la romería como descolocado este año por los avatares políticos, y entristecido por la tragedia de todos, acaecida en Madrid; una tragedia que no mitiga la cazalla y la mistela de la popular barreja romera.

Y está, cómo no, el camino ocre y seco, terroso y árido, de la abrupta política provincianista con tintes de caudillaje, un camino que parte y que conduce a la Excelentísima Diputación Provincial, cuyas riendas mantiene en sus manos el promotor de aeropuertos y macroinstalaciones lúdicas y turísticas; inversiones y promociones de cuya futura rentabilidad sólo sabe el viejo Dios del Sinaí y Carlos Fabra por no se sabe qué revelación divina o sector empresarial. Tortuoso, abrupto y sin limpiar, a pesar del resultado electoral, nos aparece en la geografía castellonense ese camino valenciano, cuyo último bache ha hecho chirriar a casi toda la clase política local: la imposición de un texto a los grupos de la oposición atribuyéndole al irredentismo terrorista autóctono la masacre cometida por otro fanatismo similar, pero ajeno a los intereses del conservadurismo hispano, con Fabra a la cabeza en estas lindes. El camino seco del provincianista político o del hombre de negocios, que eso no lo dejaron claro los cronistas del XIX, conduce a actualidades de portada. Pero no es ese el sentir de la inmensa mayoría de los valencianos del norte, de los castellonenses que prefieren la alegría apacible y sin sobresaltos del camino de la romería.

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