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Reportaje:UN HOSPITAL DE URGENCIA EN LA ESQUINA DE TÉLLEZ CON COMERCIO | MADRID, 11 DE MARZO

El horror es el silencio de un tren

Carlos Arribas

Téllez es una calle tranquila. Entorno de suburbio burgués, aceras anchas, árboles, un par de restaurantes, una panadería. A las ocho menos cuarto de la mañana por ella circulan habitualmente oficinistas a toda velocidad, padres con niños de la mano camino del colegio, abuelos con insomnio. No son horas para nada más. O eso pensaba yo el jueves pasado, 11-M, cuando, apresurado, conmovido, espeluznado, avanzaba a las ocho menos cinco Téllez abajo. De frente, ocupando las aceras, caminando por los bordillos, cruzando sin mirar la calle, avanzaba una muchedumbre perdida. "¿Dónde estamos?", preguntaban al empleado que barría la entrada de una tienda. "¿Dónde estamos?", le decían al quiosquero de la esquina. "¿Dónde hay una boca de metro?". De fondo se oían sirenas. Frenazos de ambulancias que dudan. Un coche de bomberos que se equivoca de calle y da marcha atrás. Bocinazos en un semáforo que nunca ha conocido tal estrépito. Acaban de viajar al horror. Acaban de salir, casi sin darse cuenta, de un tren de cercanías en el que han estallado cuatro bombas. Han saltado una tapia. Han echado a andar por instinto.

El horror es el silencio y la indiferencia al otro lado del muro. El silencio extrañado y absurdo con que los supervivientes caminan de un lado para otro
La mayoría de los heridos parecen correctamente vestidos. Uno está impecable. Hasta las manchas de sangre de su corbata parecen un detalle cromático
De frente, ocupando las aceras, caminando por los bordillos, cruzando sin mirar la calle, avanzaba una muchedumbre perdida

Avanzan ensordecidos. Algunos llevan una mano ocupada con un pañuelo en la frente, intentan cerrar pequeñas heridas que sangran. Si no lo hubiera oído, si no hubiera levantado la persiana cinco minutos antes para ver qué pasaba, intentando creer tontamente que las explosiones no eran bombas sino ruido de obras, si no hubiera oído lamentos a lo lejos, si no hubiera visto entre un humo negro que se disipaba con rapidez un hermoso tren blanco y rojo con tres feos boquetes, una catenaria abatida y los techos arrancados como con un abrelatas de llave, si no hubiera olido el aroma a plástico quemado con un toque dulzón y otro acre, no enteramente desagradable, un olor que dicen que nunca se olvida, como andar en bicicleta, que es el olor a dinamita y que se ha quedado pegado a la calle, tendría que pensar que, o bien un platillo volante ha depositado en el barrio a decenas de alienígenas despistados y de aspecto humano, o bien que varios autobuses habían descargado a decenas de aspirantes a extra en una película de zombis. No son, claro, ni una cosa ni otra. Son obreros, estudiantes, trabajadoras que han visto brutalmente trastocada su jornada, que llevan en el cerebro imágenes clavadas que nunca podrán olvidar.

Hacia esas imágenes andaba yo con una grabadora en el bolsillo. Unas imágenes que aún no sabía que existían. Cinco minutos antes había asomado a mi hijo, Daniel, de siete años por la ventana que había vibrado con el sonido de las explosiones. A unos 100 metros, a la izquierda, se veía un tren detenido, tranquilo pese los boquetes que le afeaban. La gente salía tranquilamente. Andaba por las vías camino de Atocha. Como si hubiera sufrido una avería y descargara a su carga humana donde pudiera. O como si hubiera estado detenido allí toda la noche y hubiera estallado sin más. "Menos mal que no hay muertos, porque si no...", me dijo Daniel, asustado, nervioso.

A tres metros de la muerte, al otro lado de la tapia de hormigón que separa las vías de la parte de atrás de la calle Téllez, por encima de su reborde, aún no hay vestigios de la muerte, del horror. Se ven cabezas en movimiento, gente que se apoya. No hay ni un ruido. Apenas algún llanto sordo. O algún lamento. Tranquilidad. Hasta los trozos de vagón, los cristalitos rotos, las piezas amorfas y metálicas que reposan en las aceras, las lunas dobladas, parecen formar parte del decorado de una zona industrial. Cuarto de hora después de una bomba, nada es como en las películas.

El horror es el silencio y la indiferencia al otro lado del muro. El silencio extrañado y absurdo con el que los supervivientes leves, los heridos que pueden mantenerse en pie, caminan de un lado para otro, en círculos, sin rumbo, la mirada extraviada, alrededor del tren siniestrado. Intentan, sin poderlo, comunicarse con el móvil. Hay saturación de señal. Sobrecarga. Es un milagro lograr oír la señal de llamada. La indiferencia con la que se observa -como si fueran un mural, una fotografía panorámica, un fondo teatral- los cuerpos desnudos, los cadáveres, las formas inmóviles que asoman por los boquetes, los tres boquetes que deforman el tren. Todavía no han llegado las asistencias. Algunos policías municipales intentan dar un sentido a los caminantes, conducirlos hacia la piscina cubierta de al lado.

La mayoría de los heridos parecen correctamente vestidos. Uno está impecable. Hasta las manchas de sangre sobre su corbata amarilla parecen un detalle cromático, una estética de fábrica. Están impecables, pero sólo si se les mira el torso. Bajo la vista y veo piernas desnudas, ropas hechas jirones.

Entre los que deambulan perdidos, entre los que son atendidos por voluntarios en el gimnasio de Daoiz y Velarde está un conocido. Le ha estallado el globo ocular, se ha quedado tuerto, y tiene quemaduras en la cara y en las piernas. Tiene heridas en el abdomen. Por la tarde, unos amigos le visitan en el Doce de Octubre. Les dice lo que le duele, les cuenta lo que siente y sus preocupaciones. Está muy nervioso. "Llevaba conmigo unos documentos muy importantes de la oficina y no sé qué he hecho con ellos. Creo que los he perdido", les dice.

Vuelvo a casa. Son las nueve de la mañana. Nada es como a la ida. El tráfico está cortado. Las calles están ocupadas por ambulancias y coches de bomberos. Los del Samur empiezan a erigir una tienda de campaña para acoger un hospital de urgencia en la esquina de Téllez con Comercio. El ruido lo envuelve todo. Los niños hablan en las aceras. Es ya hora de estar en el colegio. Tendrán que ir andando. No hay autobús. Las calles se llenan de ciudadanos curiosos, horrorizados, dislocados.

Por la tarde terminaron de contar los cadáveres. Había 59.

Restos de varios vagones en las cercanías de la estación de Atocha, tras la explosión de varias bombas que causaron decenas de muertos y cientos de heridos.
Restos de varios vagones en las cercanías de la estación de Atocha, tras la explosión de varias bombas que causaron decenas de muertos y cientos de heridos.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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