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Columna
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'Nada'

"Me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche (...) la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida (...) sobre mi corazón excitado estaba el mar. (...) Luego me pareció todo una pesadilla". Leí Nada en la adolescencia, que es cuando las personas pueden aún permitirse el ser existencialistas de verdad. Ser, en la adolescencia, es un vacío que se abisma en la nada; pero, como niños aún, los adolescentes se columpian entre ese abismo y toda posibilidad. Así que quizás éramos entonces falsos existencialistas y no era tal nuestro apasionado desasimiento, sino mera incertidumbre, simple inexperiencia de ser. Carmen Laforet obtuvo con 23 años el Pemio Nadal por su novela Nada, así que la escribió siendo casi adolescente. Quizá sea ésa la razón por la que la autora, que físicamente desapareció en Madrid de forma definitiva el pasado día 28, rechazara más tarde su grandeza: la consideraba literariamente inmadura. Sin embargo, los adolescentes que leímos Nada apretamos ese libro contra nuestro pecho como si fuera una foto de lo que éramos, de lo que no éramos, de lo que llegaríamos a ser o de lo que jamás seríamos. La foto, también, de un mundo muy cercano que, ya en los 70, apenas nos resultaba reconocible, pero sólo por los pelos históricos de unos pocos años. Era, además, una novela terrible, y la adolescencia asimila lo terrible sin las posteriores resistencias de la edad. Así que Nada me impresionó y se convirtió en un mito. En mi galería de personajes, Andrea, su protagonista, se daba la mano, desde la oscuridad de la España franquista, con el Holden Caulfield de los EE UU aliados de El guardián entre el centeno. Ambas novelas se publicaron en 1945 y, aunque es posible que yo no supiera entonces de esa coincidencia, creía que Andrea y Holden se habrían gustado, si ella hubiera podido salir de las estrechas páginas de la calle Aribau de Barcelona para aterrizar, con su ilusión intacta y su abrigo raído, en cualquier capítulo de una acera de Manhattan.

Después entendí también que, más allá (más acá, y con ello) de la reflexión metafísica sobre la existencia, Nada es una novela sobre los horrores (espirituales, familiares, culturales) de la guerra; una novela, pues, profundamente antibelicista, aunque sutilmente bélica ("... le preguntó quién escribía mejores poemas bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que Emiliy Dickinson", aventura, por su parte, Holden). Para la gente de mi edad, la Guerra Civil ya no existía sino como un relato de realismo político, por lo que entrar con Andrea en la casa de la calle Aribau era penetrar en la carne de sus víctimas abriéndose paso por entre los cascotes morales que había dejado esa violencia ("Pero, como les decía, me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella. Me presentaré voluntario, se lo juro", sigue Holden como irónico contrapunto). Yo era una adolescente seducida por las palabras, y las de Carmen Laforet eran bellas y sobrecogedoras, como las de Salinger eran bellas y provocadoras. En un Madrid que creía grande como Andrea creyó que lo era Barcelona (y que resultaron tan pequeños como Holden comprobó que era Nueva York), me escondía a leer ("aquella profunda libertad en la noche") para ser más grande yo misma, y por entre las líneas de Nada podía también oír un silencio, muy lleno, que con los años supe que era el mismo en el que se escondía su autora.

Eran los tiempos en que yo soñaba, como Andrea, con que la Universidad me haría más sabia ("El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida"), más libre. Después "la plaza de la Universidad se me apareció quieta y enorme como en las pesadillas" y comprobé, con Andrea, que "unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida". Carmen Laforet fue a la Universidad, vivió y trabajó, pero había nacido para mirar la vida hasta el punto de volverse sólo mirada. La recuerdo así: mirando en silencio. Una mirada enorme, como si huyera. Como si no viera nada. Yo miro ahora Madrid (o Barcelona o Nueva York) e imagino escondida a Carmen Laforet. Viéndolo todo. Y le agradezco por siempre que en su huida llegara hasta la nada de mi adolescencia.

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