Genio de un pintor desdichado
Con el comisariado conjunto de Peter Cherry, uno de los principales especialistas en el bodegón español, y de J. J. Luna, jefe del Departamento de Pintura del Siglo XVIII del Museo del Prado, esta importantísima muestra consta de 40 naturalezas muertas de Luis Meléndez, 26 de las cuales proceden de colecciones de Europa y de Estados Unidos, en su mayoría expuestas por primera vez en nuestro país. Por lo demás, hay que señalar que, junto a este notable conjunto de cuadros de Meléndez, los responsables de la muestra han reunido una serie de objetos de época que sirvieron como modelo para el pintor, una iniciativa didáctica, que no sólo enriquece la información desde un punto de vista antropológico cultural, sino desde el artístico por cuanto acredita, con los modelos materiales delante, el extremo virtuosismo en la representación de los detalles que acreditaron el valor del hoy muy apreciado maestro español. Quizá el único pero a esta brillante idea sea el mueble elegido para exhibir estas piezas, cuyo excesivo tamaño obstaculiza la visión del conjunto y quiebra la atmósfera íntima y fragrante que un tema como éste requiere.
LUIS MELÉNDEZ. BODEGONES
Museo del Prado
Paseo del Prado, s/n. Madrid
Hasta el 16 de mayo
Antes de tratar sobre la figura de Meléndez y su prodigioso estilo como bodegonista, hay que inscribir esta exposición en la corriente internacional de reivindicación de la naturaleza muerta española, que, desde hace aproximadamente unos 25 años, ha cambiado por completo su escasa valoración tradicional y su interpretación crítica. Con Sánchez Cotán y con Zurbarán, es cierto que Meléndez fue uno de los pocos bodegonistas españoles conocido y respetado antes de este cambio de actitud crítica, pero, aun así, faltaba una ambiciosa muestra monográfica, como la que ahora se presenta, para acreditar la excepcional calidad al respecto de este extraordinario pintor español, nacido casualmente en Nápoles en 1716 y fallecido en Madrid, al parecer en condiciones de extrema miseria, en 1780.
Hijo del pintor miniaturista Francisco Antonio Meléndez y sobrino del retratista Miguel Jacinto Meléndez, los primeros pasos profesionales de Luis Meléndez tuvieron el firme aplomo de los predestinados a la gloria, tal y como se trasluce en su soberbio Autorretrato (Museo del Louvre), pintado, en 1746, a los 30 años, en el que muestra una seguridad en sí mismo, casi desafiante. No obstante, muy poco después, estas altas expectativas torcieron su venturoso curso, y, por culpa de las disputas de su padre con los promotores de la fundación de la Real Academia de San Fernando, se vio arrastrado a un lento e inexorable declive, en el que influyeron tanto su mala suerte como su nula habilidad diplomática. En este sentido, dentro de la relativamente escasa información que poseemos al respecto, Luis Meléndez fracasó en prácticamente todos los intentos para rehacer su carrera cortesana y tuvo que conformarse con sobrevivir con los ocasionales encargos de un todavía débil y aleatorio mercado español, lo que le acarreó seguramente que tuviera que especializarse, primero, en la miniatura y, después, a partir aproximadamente de 1760, en el bodegón, algo que ni le dio fama, ni la compensación material suficiente para huir de la indigencia en la que murió.
Aunque, desde el punto de vista psicológico y social, con tan sólo lo apuntado, la biografía de Meléndez tiene un atractivo, casi romancesco, la cuestión fundamental que hoy nos lleva a él es su calidad pictórica en la especialidad, volens nolens, que más practicó en su madurez: el género del bodegón. A ella se agarró cuando, en 1771, recibió un importante encargo del príncipe de Asturias para pintar una serie de 44 bodegones para el Gabinete de Historia Natural que estaba formando el futuro Carlos IV. A este grupo pertenecen los 14 bodegones del Prado. En cualquier caso, lo que aquí nos importa es, no tanto o no sólo la causa de lo que hizo, sino el porqué y el cómo de la excelencia de sus resultados. Ésta se basa no en la "novedad" de su planteamiento, que se inscribe en la tradición española del bodegón, ni tampoco estrictamente en su capacidad virtuosística para la representación de los detalles, muy en la línea del realismo del XVIII y, técnicamente, con no pocos visajes de maestría napolitana, sino en su particular genio para interpretar todo ello. En este sentido, los efectos realistas de Meléndez alcanzan la intensidad maniaca con que se concentran sólo los obsesos genialoides, pero sus composiciones, de ambición arquitectónica, poseen una complejidad escenográfica, un aliento monumental y una sofisticación en el modo de ordenar los elementos, como corresponde a quien no sólo acumulaba una formidable sabiduría, sino que buscaba lucirse con crecientes desafíos. De esta forma, Meléndez, sin la modernidad de un Chardin, ni la elegante plasticidad de un Oudry, ni la lucida técnica de los maestros italianos contemporáneos, sobrevive con luz propia frente a ellos, convirtiéndose en un peculiar jalón imprescindible en la no menos peculiar y deslumbrante historia del bodegón español, que no sólo nos remite al XVII y se culmina en Goya, sino que pervivió con fuerza hasta el siglo XX con, entre otros, Juan Gris y Picasso.
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