Campeones trágicos
Hugo Koblet, Luis Ocaña, Roger Rivière, tres mitos del Tour, que, como Pantani, no pudieron esperar a llegar a viejos para morir
Roger Rivière nunca llegó a ganar el Tour. Su carrera ciclista se acabó a los 24 años, en un barranco de piedras blancas quemadas por el sol en el col del Perjuret, cerca de Millau, en mitad de una etapa del Tour de 1960. Se le fue la bicicleta en una curva del descenso y se partió la columna vertebral. Su vida se redujo a una silla de ruedas y al dolor. Se arruinó joven. Su cuerpo se acostumbró tanto a la morfina que no pudo dejar de vivir sin la fiel amiga jeringuilla. Sabía, lo decía, que nunca llegaría a viejo. A los 40 años, rodeado de una nube de miseria, decidió acabar con todo.
Una maldición parece acompañar a los más grandes de los campeones. Acostumbrados a reinar solos, a convertir la fuga en las condiciones más extremas, en las pendientes de una montaña imposible bajo la tormenta o en una carretera polvorienta del sur de Francia bajo la canícula, en su identidad, en su forma de expresión principal, su vida fuera de la bicicleta, su vida en sociedad, rodeados de personas normales y corrientes, sin su tinte épico, sin su desmesura trágica..., su vida así es un infierno.
Charly Gaul ganó el Tour y se salvó por los pelos de un fin tempranero. La melancolía vital del escalador luxemburgués se convirtió en misantropía mediados los años 60. Se aisló en un bosque. Se hizo mendigo. Renegó de la sociedad. Pero todo pasó. Gordo y con insuficiencia respiratoria, acudiendo a todos los homenajes que se le debían desde hace tanto, sigue vivo para poder contarlo.
Hugo Koblet, el más guapo de todos los ciclistas, el más encantador, no esperó a los 40 años para morir. Un día de noviembre de 1964, el suizo que ganó el Tour de 1950 asciende a 140 kilómetros por hora en su Alfa Romeo la colina de Esslingen. Pasa por delante de un viejo árbol, un cerezo. Da media vuelta. Pasa una segunda vez. Retorna. A la tercera, su coche no toma la curva. Recto, directo, choca contra el árbol. Muere cuatro días más tarde. Muere solo, arruinado, abandonado por su esposa.
Luis Ocaña se pegó un tiro una tarde de mayo de 1994. Tenía 48 años y un alma trágica, excepcional, que le condujo, cuando era ciclista a aceptar los mayores de los desafíos, a retar a Eddy Merckx, el ciclista intocable; a perder un Tour que tenía ganado por una caída en los Pirineos; a ganar arrasando el Tour dos años más tarde; un alma excesiva que le condujo, cuando era persona que intentaba formar una familia, a vivir la vida aburrida de los burgueses, a renegar de todos, a terminar solo, a embarcarse a 200 kilómetros por hora en todo tipo de negocios, aventuras, a no encontrarse.
Como Rivière, como Koblet, como Ocaña, como Gaul, como José Manuel Fuente, el ciclista asturiano que murió también joven, acelerado, con los riñones y el hígado destrozados, Marco Pantani fue de estirpe orgullosa, fue melancólico y solitario. Lo fue por necesidad, como si todas estas características debieran formar parte de los genes de todos los campeones.
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