Cuatro voces para una Tosca
Victorien Sardou escribió Tosca en 1887 para Sarah Bernhardt. Es probablemente el personaje que mejor reflejó el arte de la actriz, por encima de otras heroínas sardunianas escritas a su medida, como Fedora (luego operizada por Umberto Giordano), Gismonda, Dora la Espía o Teodora. Cuando Illica y Giacosa bajo la exigente mirada de Puccini convirtieron en libreto el texto teatral, todo su potencial dramático pasó al personaje lírico, convirtiendo a Tosca en un papel favorable al lucimiento de las sopranos actrices de todas las generaciones venideras. Hasta el punto de que en el balance voz-expresión en el que ha de moverse la cantante, gana la partida en los escenarios quien actúe mejor por encima de la que tenga superior sentido del canto o la musicalidad. Puccini, sin la menor duda, ofrece también a su soprano momentos de ardoroso lirismo, sobre todo en el dúo con el tenor del acto primero, donde refleja su apasionada personalidad y su arrebatado amor por Cavaradossi, pero es en la escritura en recitativo, es decir, las frases de corta o larga duración, de limitada expansión melódica pero de enorme significado y contenido, donde el personaje se va desnudando ante nuestros ojos y oídos, en su enfermiza pasión, en sus impulsivos actos, muy contrastados, moviéndose a menudo en extremos estímulos como respuesta a las anormales situaciones con las que tiene que enfrentarse. Uno de los más claros ejemplos es cuando en el colmo de la tensión, como un detonante sin control a la observación de Sciarrone acerca de la situación en la que se encuentra el pintor torturado È svenuto (se ha desmayado), Tosca escupe ese fogoso Assasino! (¡asesino!) que inmediatamente ha de suavizar con un más prudente Voglio vederlo (quiero verlo), tanto porque se trata de una súplica desesperada, como porque la vida de su amado está irremediablemente en manos de Scarpia a quien no conviene irritar. Así, y siempre teniendo como telón de fondo el escenario teatral, pues en una audición únicamente discográfica pueden cambiar las apreciaciones, la actriz ganará siempre a la cantante en un balance global de la interpretación de Tosca.
En poco más quince días de actividad del Teatro Real durante el mes de enero, el público ha podido escuchar a cuatro sopranos diferentes enfrentadas a esta jugosa Tosca: una italiana, una búlgara, una rusa y una española, que se suman al algo reducido batallón de las anteriormente escuchadas en la capital española que, desde 1964, año de la puesta en pie de las temporadas de los Amigos de la Ópera de Madrid fueron las que siguen: Magda Olivero, Antonietta Stella, Elena Suliotis, Teresa Kubiak, Eva Marton, Ghena Dimitrova y Giovanna Casolla. Al sexteto ha de añadirse la brasileña Aurea Gomes, Tosca en 1977 en el Alcalá-Palace, en función organizada por el televisivo barítono Sergio de Salas.
Las cuatro toscas del Real 2004 fueron monopolizadas por Daniela Dessì y Ana María Sánchez, que se repartieron la mayoría de las catorce representaciones. La italiana hizo funcionar su Tosca en una digna combinación de canto y presencia escénica, una intercomunicación acorde con su categoría vocal de soprano lírica de cierto peso, ganado paso a paso desde sus inicios de intérprete de repertorio barroco y clásico (Pergolesi, Cimarosa, Vivaldi, Mozart), que pasó luego a Verdi y finalmente al verismo de Mascagni, Leoncavallo y, obviamente, Puccini. Cierto innato lirismo propio de la cantante mediterránea, sumado a una actitud escénica en gestos y movimientos de lo más convencional, en el más favorable sentido del término, convirtieron a Dessì en una Tosca enmarcable dentro de la respetable tradición, digamos, italiana, en la línea de una Iva Pacetti o una Marcella Pobbe, por orientar en dos posibles referencias. Con un centro vocal más ancho y robusto, más asociable por tanto a la definición instrumental de Tosca, la alicantina Ana María Sánchez fue una Tosca sobre todo muy bien cantada, haciendo valer la opulencia de un timbre único por contornos y coloración, evocando de inmediato atmósferas cantoras cercanas a una opulenta y seductora intérprete de los años cincuenta y sesenta: Renata Tebaldi. Prudente y cuidadosa en los matices de las frases cortas e incisivas, su voz lógicamente se desprendía, tomaba vuelo, en las frases largas de mayor encendido melodismo y proyección. Correcta y voluntariosa como actriz, el físico sin embargo impuso sus exigencias, y la más llamativa corrió del lado de la dirección escénica, con el suicidio a cargo de una doble, tal como ordenan literato, libretistas y compositor, arrojándose desde las almenas del Castel Sant'Angelo, alternativa al propuesto para la ocasión por la directora de escena, la caída a un foso cercano al proscenio, en un discutible detalle de dudosa originalidad teatral. Olga Romanko y Raina Kabaivanska sólo contaron con una función para hacer valer sus armas. La primera, la rusa, cuenta con un bagaje de nivel, tanto vocal como actoral. Su voz de notable calidad adquiere mayor expansión en esmalte y volumen a partir de la zona central hacia el agudo; presentando en el registro grave características asociables a algunas voces eslavas: sin llegar a producir los tan vilipendiados sonidos entubados, sí la sonoridad se contrae un tanto o se hace repentinamente oscura, perdiendo cierta uniformidad con los demás registros. La Romanko sabe cantar muy bien y se expresa con modales de actriz moderna, sacando de Tosca el lado más señorial, femenino y frágil, como se supone que hacía una intérprete gloriosa del pasado: Maria Jeritza.
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