El "pintor checoslovaco"
Según evoca Luis Buñuel en sus memorias, El último suspiro, cuando él y otros jóvenes de la Residencia de Estudiantes conocieron allí a Salvador Dalí, entonces todavía un adolescente, dieron en llamarle, antes de intimar, el "pintor checoslovaco", prueba irrefutable del peculiar aspecto que ya cultivaba. Corría el año de 1921 y, siguiendo los consejos paternos, Dalí se había matriculado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y había formalizado su inscripción en la muy prestigiosa Residencia de Estudiantes, donde no sólo trabó amistad con la flor y nata de la intelectualidad española emergente -García Lorca, Moreno Villa, Pepín Bello y, entre otros, el propio Buñuel-, sino que pudo beneficiarse del insólitamente renovador programa de actividades culturales que puso en marcha, durante la década de 1920, esta institución en su época dorada de cosmopolitismo vanguardista. Aunque tan extremadamente tímido que, en principio, no se sabía bien si su apariencia extravagante era producto de su retraimiento, la peculiar banda de artistas y escritores de la Residencia de Estudiantes no tardó en percatarse de que había que tomar en cuenta al "pintor checoslovaco", que pronto se convirtió en uno de los protagonistas de este grupo genialoide.
Podría haber pintado lo que quisiera, pero su objetivo era más ambicioso: ser "único", a lo cual siempre se entregó con furor mitomaniaco
En 1921, Dalí contaba 17 años, desde luego una muy corta edad, pero sus compañeros de la Residencia seguramente no sabían aún que este jovencito catalán, hijo de un notario y algo melindroso, no era precisamente sólo un pobre chaval provinciano, recién llegado de Figueras. Hijo de Salvador Dalí i Cusí, que, además de notario, era un hombre culto con veleidades de librepensador, este frágil jovencito había frecuentado, con sólo 11 años, la finca próxima de la familia Pitxot, donde, entre músicos y pintores, tuvo una información precoz de muchas cosas que no estaban al alcance de casi nadie en la España de entonces. También, en un plano artístico, desde los 14 años, había recibido una amplia instrucción de la mano de Juan Núñez, profesor de dibujo en la Escuela Municipal de Arte de Figueras, lo que explica cómo pudo superar a la primera las muy difíciles pruebas de ingreso en San Fernando.
En todo caso, si destacar en arte sólo consistiera en el buen pulimiento técnico de unas facultades sobresalientes, habría quizá demasiados genios sueltos por cualquier calle. En este sentido, Dalí, que ya había realizado bastantes notables paisajes de resonancia impresionista a los 11 años, podría haber pintado lo que quisiera con o sin estudios académicos, pero éste no era su objetivo, sino el mucho más ambicioso y comprometido de ser "único", que no es exactamente lo mismo que ser el "mejor", algo más fácil de evaluar en cualquier escuela. Quien haya leído su copiosa y muy diversa literatura autobiográfica, hallará en ella sobradas razones para comprender cómo, desde la más tierna infancia, Dalí estuvo entregado, con furor mitomaniaco, a este objetivo de distinguirse a cualquier precio, de lo cual dio enseguida muestras públicas. Ya antes de 1925, fecha mítica de la vanguardia artística española y punto de inflexión en la carrera artística de Dalí, éste había producido una amplia y vertiginosamente cambiante obra plástica, donde, a cada paso, se le ve asimilando cuantas novedades experimentales le salían al paso. No obstante, será en la segunda mitad de esta misma década cuando orientó sus pasos a la conquista de París a través de lo que entonces conmocionaba a la capital mundial de la vanguardia: el surrealismo. De esta manera, con su plena integración en este movimiento durante 1929, Dalí eligió el mundo como escenario de su triunfo.
Hasta los más acérrimos enemigos de Dalí, que siempre se esmeró en que fueran muchos, le han reconocido que fue uno de los puntales de la pintura surrealista de los años treinta, lo cual no significa que pintara mejor que otros, sino que, junto a René Magritte, se reinventó, teórica y prácticamente, esa nueva y deslumbrante fase del arte surrealista de esa difícil década. Tanto los cuadros y objetos de esos años como los numerosos escritos que publicó en las revistas oficiales del grupo, El Surrealismo al servicio de la Revolución y Minotauro, dan una abrumadora medida de su liderazgo artístico y estético, cuyo pensamiento puede resumirse en la fórmula por él repetida de usar la técnica más realista como medio de expresión del máximo delirio subjetivo. Tal es, en esencia, la clave de su célebre método paranoico-crítico, que cultivó esos años junto al entonces desconocido joven psiquiatra Jacques Lacan.
Expulsado del grupo durante esa misma década de 1930, según él, por ser "demasiado surrealista", sus salidas de tono políticas y su desmesurado afán de fama y dinero convirtieron al Dalí posterior en una "apestada" estrella internacional, cuyos éxitos publicitarios ocultaron una obra que siguió produciéndose sin desmayo, pero sistemáticamente puesta bajo sospecha. Entre 1940 y 1980, Dalí hizo mucho y de todo, en realidad, como siempre, aunque ya, hiciera lo que hiciera, sin merecer el reconocimiento crítico de los bienpensantes de turno. Sea como sea, es obvio que estos 40 años de producción artística de Dalí no se pueden echar por la borda, y no sólo por un problema de injusticia personal. Hay en esta dilatada trayectoria de su madurez muchas aportaciones singulares, pero, sobre todo, también, muchas prefiguraciones de lo que iba a ser la vanguardia de después de la Segunda Guerra Mundial, y, en especial, la del pop, cuya máxima estrella, Andy Warhol, tuvo no pocos tics dalineanos. Con motivo del centenario, quizá haya transcurrido ya el tiempo necesario para afrontar el legado de Dalí sin las pasiones de antaño y haya llegado el momento de afrontar esa obra de la madurez con criterio desprejuiciado. De producirse esta revisión, estoy convencido de que volverá a cambiar la imagen del que sus compañeros juveniles creyeron un despistado pintor checoslovaco.
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