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A PIE DE PÁGINA

Un jarrón a contraluz

Estas casas viejas donde crujen las tablas de la tarima, los grifos no cierran del todo, un airecito frío (incluso en verano) por las rendijas de las ventanas, manchas de sol, diferentes de las manchas de sol de las casas nuevas, en las paredes, en el techo, la sensación de voces, muy antiguas, que nos llaman, un jarrón, a contraluz, con una ramita de acacia dentro, un perfil de muchacha en la cortina del balcón, vestida como mi abuela en las fotos de cuando era joven, yo mirando todo esto desde la entrada, rodeado de espectros. Espectros no de personas que conocía, de parientes del álbum de fotos, viejos con patillas, militares uniformados, mi bisabuela y sus hermanas, en Belém do Pará, con un pecho enorme, miriñaque, la cintura increíblemente estrecha, muy morenas, muy oscuras, no por eso guapas, mi bisabuela a la que tanto se parecía mi abuelo, a la que no me parezco nada, a decir verdad me parezco, yo qué sé, tal vez al abuelo de mi padre, nací así, casual combinación de moléculas a las que llaman António, nací así, medio sorprendido, en una familia que me cree parte de ella y se equivoca, cuántas veces pienso que no soy de aquí, oigo cosas que no existen, vivo en otro sitio entre apariciones, donde las voces de este lado me llegan confusas, remotas, en una lengua que no es exactamente la mía, y acompañadas de sonrisas, palmaditas, miradas curiosas de soslayo

Tengo un libro dentro de mí y conversamos los dos. Una vez que acabo el libro, aterrizo

-Nunca estás aquí, ¿no?

yo

-¿Qué querrá decir nunca estás aquí?

entendiendo, respondiendo a la pregunta con un gesto que, a fuerza de no significar nada, sirve para todo, me defiendo como puedo

-A veces me distraigo

y no es verdad, no me distraigo, dejo el cuerpo con ustedes y ando por ahí, mi cuerpo finge que oye, que se preocupa, que conversa, y yo libre, mirando a las personas, paseando, me echo a correr a fin de regresar al cuerpo en el momento de las despedidas, llego a decir

-Ha sido un placer

y de placer nada, ni placer ni displacer, no me di cuenta de nada, anduve por ahí al azar, es la manera de mirar de ciertas mujeres lo que aún me retiene aquí, ciertas carcajadas cortas, la textura de ciertas pieles, el deseo que ciertas expresiones (no sé explicar bien cuáles) me provocan. La palabra genio, tan pomposa ahora, la usaba Stendhal para describir el modo en que ciertas señoras subían a los carruajes. Me habría gustado vivir en esa época de cocheros y farolas de gas, cuando la noche era noche en lugar de este remolino de ansiosos en los bares, se jugaba al bingo, se cantaba junto al piano, y el sexo no pasaba de ser una especie de baile inocentemente perverso, un poco idiota y cursilón. Sigue siendo todo eso, tal vez lo que me hace falta es sólo el bingo y el aria junto al piano, un tercer piso, sin ascensor, en Anjos, canónigos, poetas fatales, duelos, yemitas, el universo en el que, creo yo, vivían las tías de Brasil: ¿deseando qué, señores, imaginando qué, soñando qué? No debían desear ni imaginar ni soñar gran cosa, pobres. No eran especialmente sensibles ni inteligentes, pertenecían a una burguesía más o menos adinerada, iban perdiendo el pecho y el miriñaque, les engordaba la cintura, les crecía bigote, y creo que volvía a encontrarme con una o dos, muy ancianas, ofreciéndome bizcochos en salitas sombrías. Me acuerdo de los pianos, pero cerrados, sin arias. De cocineras tan decrépitas como sus amas. De viejos con patillas, de militares uniformados. Y después no me acuerdo de nada más porque nunca estoy aquí

(-Nunca estás aquí, ¿no?)

paseo por China, por Alemania, por el Río de la Plata, ando por ahí volando o tropezando con las cosas, divago. Tengo un libro dentro de mí y conversamos los dos. Una vez que acabo el libro, aterrizo. No tengo ninguna gana de aterrizar. Estos grifos que no cierran bien, este airecito frío por las rendijas de las ventanas. En agosto anduve por Nelas, buscando vagamente una casa antigua que quisiesen vender. No la encontré. Un chalé junto a la casa que fue nuestra, pero tan feo, tan caro: siempre me causaron pavor las cosas feas y caras, mientras que las cosas feas y baratas me enternecen. Con las personas lo que se me ocurre es que a Dios deben de gustarle un montón los imbéciles porque no se cansa de hacerlos. Bien que los oigo, cuando salgo, en los restaurantes, en las tiendas, y allí vienen las sonrisas, las palmaditas, las miradas curiosas de soslayo

-Nunca estás aquí, ¿no?

y yo, enseguida

-Sí que estoy, claro que estoy

mientras una señora de Stendhal sube con genio al carruaje, mientras se sienta allí arriba, con sombrero, sin mirarme, y yo me quedo aquí abajo, adorándola. ¿Mi bisabuela andaría en carruaje? Venía todos los años con su marido, de Belém do Pará a Vichy, por las aguas. Sublime vida. De modo que si se me acercan con la pregunta

-Nunca estás aquí, ¿no?

y sonrisas, y palmaditas, y miradas de soslayo, creo que no voy a responder. ¿Para qué? ¿Responder qué a quién? Si

-Nunca está aquí, ¿no?

me callo. Finjo que no oigo y me callo. Por otra parte no les va a extrañar: hablo poco. Entro en una de esas casas viejas donde crujen las tablas de la tarima y me acurruco en un rincón a observar las manchas de sol en las paredes, en el techo. El jarrón, a contraluz, con su ramita de acacia. El perfil de la muchacha en la cortina del balcón. Tal vez ella se me acerque (tiene que acercárseme)

me llame

-António

(tiene que llamarme

-António)

y los dos bajemos desde la terraza hasta el jardín de la casa

(una terraza con azulejos y unos tiestos de piedra)

y corramos juntos por el jardín, traspasando setos, arriates, un laguito, el invernadero, una estatuilla cualquiera, traspasemos el portón, otros portones, otros muros, otras terrazas más, los dos, cogidos de la mano, en busca del mar.

Traducción de Mario Merlino.

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