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Hiyab, aporías de la laicidad

Según la interpretación estándar, la laicidad del Estado consiste simplemente en la supresión de toda referencia confesional y de todo signo externo de adscripción religiosa en el espacio público. El Estado alcanza una configuración estrictamente laica no sólo mediante la separación entre aparato público y religión(es) organizada(s), sino también mediante la ocupación puramente estatal de dicho espacio y la exclusión del mismo de toda presencia religiosa. El arquetipo es, claro está, la República Francesa entendida en los términos de la tradición republicana. Las asociaciones que entre nosotros promueven la laicidad, con la Coordinadora Laicista a la cabeza, postulan, más o menos implícitamente, ese modelo. Por eso es congruente que el gobierno francés tenga en estudio un proyecto de ley por el que se prohíbe el uso del hiyab, entre otros símbolos religiosos, en las escuelas públicas, proyecto que ha levantado una formidable polémica en el país vecino, con inclusión de una conferencia de prensa conjunta en la que católicos, protestantes y ortodoxos critican la propuesta por discriminatoria.

El núcleo fundamental del modelo francés de Estado laico no radica en el establecimiento de normas prohibitivas dirigidas contra las manifestaciones confesionales en el espacio público que un Estado areligioso reclama íntegramente para sí, radica más bien en una concepción particular del fenómeno religioso que fundamenta tal tipo de políticas más allá de sus contenidos prudenciales. Una concepción según la cual la religión se define esencialmente por la creencia y es, por ello, ante todo y sobre todo un fenómeno de la vida interior que, a lo sumo, se proyecta sobre la vida personal en la esfera privada. La religión es un asunto de conciencia que, como tal, tiene en la esfera de lo privado su esfera de acción. Un Estado respetuoso con los Derechos del Hombre debe reconocer y reconoce la libertad ideológica y de conciencia, incluso en los asuntos religiosos, como reza el art.10 de la Declaración del 89, sin otro límite que el orden público establecido por la ley; con el respeto y protección de la libertad de conciencia se garantiza el espacio propio de la creencia y por ende de la religión. El orden público puede exigir, y en el modelo republicano exige, su exclusión de la vida pública, lo que en nada empece a la libertad.

Ese es un modelo que reposa sobre una doble presuposición: en primer lugar que la religión es un fenómeno esencialmente individual, al que la dimensión colectiva, si la hay, es accesoria; en segundo lugar, que todas las religiones son como el cristianismo, a saber, religiones de la creencia y por ello de la fe, religiones en las que lo importante y decisivo se mueve en el ámbito privado de la conciencia y que, en contrapartida ni exigen ni prescriben reglas o comportamientos públicos. La primera suposición previa es incorrecta, parcialmente incorrecta cuanto menos, pues desconoce la dimensión comunitaria, por definición pública, de la religión, que no es sólo creencia (individual) sino también culto (público). Por eso la contemplación del fenómeno religioso desde una perspectiva liberal exige no sólo el reconocimiento de la libertad de conciencia, sino también la de culto, como sucede a partir de la primera enmienda de la constitución americana. La segunda es sencillamente falsa.

Así como la primera, incorrecta, ha podido ser bandeada mediante expedientes pragmáticos que desconocen oficialmente la Iglesia al tiempo que en la práctica cuentan con ella cuando hace falta, la segunda ha permanecido oculta durante mucho tiempo porque todas las confesiones con implantación significativa en la República o bien son religiones de la fe (casi siempre cristianas) o bien son numéricamente insignificantes. Hasta que llegó el islam.

Porque el islam (como el judaísmo ortodoxo) es ante todo y sobre todo una religión de la ley, no de la fe. Es significativo que de los cinco pilares del islam cuatro tengan que ver con la ley sagrada y exijan prácticas comunitarias. Un islam individualista es tal vez posible, pero es, hoy por hoy, inexistente. Las religiones de la ley colocan en una incómoda posición a la tradición republicana: ¿qué hacer cuando la creencia religiosa exige (sobre todo) prácticas que tienen por escenario principal el espacio público?, porque de un lado esa tradición nos impone el respeto a la creencia y del otro nos prohíbe admitir signos religiosos en el espacio público. Ese es el problema del hiyab, porque a diferencia de otras prácticas que son islamistas pero no islámicas, que son tradición o cultura, pero no son Islam, y que pueden ser reguladas y aun prohibidas sin mengua de la religión, aunque a los tradicionalistas o integristas les moleste, el hiyab sí es un mandato islámico, como lo es el no cortarse el cabello para los sijs. De este modo, el hiyab coloca al modelo francés ante sus contradicciones: una parte de la tradición republicana impone el respeto, la otra la prohibición. Resulta obvio que siempre cabe la posibilidad de la acomodación, pero también debería serlo que cuando una religión de la ley es la segunda confesión del país y es una confesión de masas los costes de la acomodación no van a ser escasos.

En nuestro caso el conflicto interno no existe puesto que la Constitución acoge la libertad de cultos junto a la libertad ideológica y una y otra comprenden la facultad de obrar de conformidad con las propias convicciones. Nuestro Estado no puede prohibir el hiyab por la misma razón por la que no puede prohibir las medallas de la Virgen. Pero no cabe ignorar que si no el islam sí el islamismo postula prácticas incompatibles con "el orden público protegido por la ley" a que se refiere como límite de aquella el art.16 de la Constitución misma. Y que una adecuada diferenciación entre lo que es islámico (religioso) y lo que es islamista (político) es una tarea urgente cuando el islam español se acerca al millón de fieles. Cuando las barbas de tus vecinos...

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Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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