Uno de los grandes
La sesión planteada por Harnoncourt el pasado martes contempló los extremos cronológicos de la música fúnebre mozartiana: desde una cantata compuesta a los once años (Grabmusik K.42) hasta su obra póstuma: el Requiem. La distancia entre ambas convierte en ociosa cualquier comparación, pero es evidente que los innegables encantos de la partitura juvenil palidecen ante el prodigio posterior. No importa cuántos Süsmayr, Eibler o Freistädler intervinieran para concluir una misa que Mozart no llegó a acabar, porque las aportaciones ajenas tienen aquí, cuanto menos, la habilidad de dejar fluir la corriente. Y la corriente nace de Mozart en los aledaños y en el propio lecho de muerte, con todo lo que ya sabía -y con lo que lamentaba perder- plasmándose en esos pentagramas.
Nikolaus Harnoncourt
Dirigiendo al Concentus Musicus Wien y al Arnold Schönberg Chor. Solistas: Christine Schäfer, Bernarda Fink, Kurt Streit y Gerald Finley. Obras de Mozart. Palau de la Música. Valencia, 2 de diciembre de 2003
Como era de esperar, Harnoncourt hizo un Requiem novedoso, y no sólo por los instrumentos utilizados. Los ataques de los arcos en el Introito, violentando con su intensidad el fraseo habitual, fueron una prueba más de su capacidad para recrear el repertorio. Tampoco las "novedades" se convirtieron en su única aportación: el límite extremo de transparencia y ajuste que consiguió del coro revelan qué tipo de "doma" impone a los músicos, y, naturalmente, qué tipo de respuesta son capaces de dar ciertas formaciones. Dado que la orquesta no andaba a la zaga de nadie, llegamos a abrumarnos ante el hecho de encontrar juntas tantas bellezas y habilidades, tanta conjunción, tanto estilo. Por otro parte, claro, resultaba natural que unos músicos con clase se tomaran bien en serio la obra que tenían delante, así que siguieron acertando: el contrapunto del Kyrie fue nítido y riguroso, pero también muy tierno. El Dies Irae, breve y comedido, aunó milagrosamente lo íntimo con la estremecedora carga de advertencia que el texto impone. Pocas veces ha quedado dicho de forma tan escueta y, a la vez, tan honda. Las voces solistas, a excepción de Bernarda Fink, no parecían de gran talla, pero hicieron un Tuba mirum y un Recordare totalmente convincentes. El Rex tremendae del coro se elevó a la perfección absoluta, tanto en el aspecto técnico como en el interpretativo, y el delicadísimo Lacrimosa se separó del Ofertorio con una cesura más larga de lo normal, quizás para recordarnos que en este número se encuentran los últimos compases que Mozart escribió antes de morir.
A estas alturas no procede pensar en Harnoncourt solamente como uno de los principales impulsores de la corriente historicista. Con instrumentos de época y sin ellos -recordemos el último concierto de Año Nuevo, con la Filarmónica de Viena, o La Creación de Haydn, que interpretó en Valencia dirigiendo a la orquesta del Concertgebouw-, los resultados sonoros son impresionantes y la tensión expresiva fuera de lo común. Nos encontramos, sin duda, ante una de las mejores batutas del momento actual, y sólo cabe desear que aumente la frecuencia de sus visitas.
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