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Reportaje:Religión

Resistencias de la 'sociedad perfecta'

En las memorias del cardenal Tarancón, tituladas agustinianamente Confesiones -sus enemigos maliciaron que imitó más el estilo de Las confesiones, de Rousseau-, hay un relato sobre la negociación de la Conferencia Episcopal con la dictadura franquista para ajustar el Concordato de 1953 a los mandatos del Concilio Vaticano II. "Seamos claros", dijo Luis Carrero Blanco, segundo del dictador, al cardenal. "Nosotros estamos dispuestos a darles todo lo que quieran económicamente, en cuanto a la enseñanza, etcétera, y aún más de lo que pidan. Tan sólo exigimos una cosa: que la Iglesia sea el apoyo más firme del régimen". Escribe Tarancón: "Yo me alegré de que se planteara la cuestión tan descaradamente. Ya no cabrían dudas en los obispos afectos al régimen ni en algún sector de la Santa Sede".

"ARTÍCULO 16, 2. Ninguna religión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás religiones"

La religión católica se creyó durante siglos "la única de la nación española", pero nunca llegó a tanto como con el Concordato de 1953, ganado a pulso tras el golpe de Estado de 1936 contra la II República, que muchos jerarcas eclesiásticos apoyaron con sanguinario entusiasmo. Pero en 1973 aquella sangrienta dictadura tenía abierta -y llena- en Zamora una cárcel para curas y se negaba a renunciar al nombramiento de obispos por su llamado caudillo (lo haría el Rey meses después de sucederlo).

La tesis de Franco fue que el Papa era sólo el jefe de un Estado extranjero, no de la Iglesia española. De ésta, el jefe lo era el general Franco, que para eso la salvó con una larga cruzada y la alimentó generosamente hasta sumar 300.000 millones de pesetas de las de entonces (la cifra se la echó en cara Carrero a Tarancón con gran enfado de éste, que sospechó que, en el recuento, Carrero incluía la construcción del Valle de los Caídos). Por eso la Roma posconciliar quería acabar pronto con aquel texto extravagante, que el Boletín Oficial del Estado de 19 de octubre de 1953 publicó con este encabezamiento: "En el nombre de la Santísima Trinidad". Su artículo primero decía: "El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta".

Si hacemos caso a las memorias del cardenal que lideró la trabajosa transición de la Iglesia católica hacia la democracia parecería que los obispos estuvieron siempre con la Constitución de 1978. Nada más lejos de la verdad. La mayoría receló siempre, y muchos prelados, liderados por el cardenal Marcelo González (primado de Toledo) y por José Guerra Campos (obispo de Cuenca), pidieron el voto en contra en el referéndum, después de presionar unos y otros durante el debate constitucional de forma tan descarada que una persona tan condescendiente con los eclesiásticos como Felipe González comparó aquellas tozudas intromisiones con "lo que supondría el intento del PSOE de participar en el sínodo episcopal".

Lo cierto es que los prelados lograron buena parte de sus empeños con aquella estrategia de tensión y presión: que la Constitución citara expresamente a la Iglesia católica en el artículo 16, y que las relaciones del Estado con esa religión fueran proclamadas como especiales.

Veinticinco años más tarde, la Iglesia católica sigue siendo la religión privilegiada del Estado español, sólo teóricamente aconfesional y laico por esa causa. Así, es la única que tiene una asignación fija anual de los Presupuestos del Estado para pagar a obispos y clero, y una exclusiva casilla a su nombre en el folleto de la declaración de la renta de las personas físicas (recibe este año por esa vía 138,7 millones de euros); la única subvencionada por el Estado por variadas actividades (7.000 millones más); la única que no paga ni un solo impuesto; la que cobra para que decenas de miles de docentes enseñen esa religión en la escuela, escogidos por los prelados, pero contratados y pagados por los gobiernos autonómicos (600 millones en total), y la única que tiene derecho a capellanes hospitalarios, castrenses o penitenciarios a cuenta del Ejecutivo de turno, mientras las demás religiones (protestantismo, judaísmo, islamismo, budismo, etcétera) no reciben una sola peseta del erario público y se quejan amarga y públicamente -también ante la justicia y el Defensor del Pueblo- porque España sea todavía un Estado confesional nada encubierto.

A la vista de ese ventajismo preconstitucional, esta conclusión de las otras religiones no debería sorprender: "España no respeta su propia legislación sobre libertad religiosa", proclaman con no poca razón 25 años después del (sólo aparente) derrumbe del concordato nacionalcatólico.

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