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Reportaje:TENIS | España aspira a ganar de nuevo la Copa Davis

La leyenda del pionero

Manolo Santana firmó el acta fundacional del tenis español con la final de 1965 en Sidney

Santiago Segurola

Deliberadamente ajeno a su propio mito, no es la edad lo que hace que Manolo Santana se mire con distancia, como si los días de Supermanuel le quedaran demasiado lejos, porque eso no es así. Han pasado 38 años desde que Santana encabezó una de las aventuras más inolvidables del deporte español; el acta fundacional del tenis, por así decirlo. Es cierto que aquella final frente a Australia, en Sidney, no fue el primer éxito relevante. Con su incomparable derecha había ganado Roland Garros en dos ocasiones. Y ese mismo año, 1965, había sorprendido a los ases de la hierba en Forest Hills, antecedente directo de lo que hoy se conoce como Open de Estados Unidos. Por aquella época, Andrés Gimeno era una acreditada estrella del circuito profesional, muy capaz de batallar con los australianos Rod Laver, Ken Rosewall y Lew Hoad. Pero, por prestigiosos que fueran, tanto Santana como Gimeno no habían alcanzado la condición de héroes nacionales. Eran tenistas, expertos en una materia ajena a los españoles de aquel tiempo, materia de gente rica, de clubes selectos; "de chicas de largos vestidos blancos y de señores también impecables de blanco", tal y como recuerda Santana, cuya prodigiosa memoria captura los momentos de su vida con una precisión fotográfica. Él estaba destinado a ser conocido en ciertos círculos del deporte -"casi nadie reparó en mis dos victorias en Roland Garros"-, pero no a convertirse en la leyenda que mantiene vigente su recuerdo generación tras generación. Ese salto se produjo en el proceso de siete eliminatorias que desembocaron en uno de los instantes que ha quedado para siempre en el imaginario deportivo y social español: la final de la Copa Davis frente a Australia.

"Se le olvidó el bocadillo a mi hermano y mi madre me envió con uno al club. Quedé fascinado"
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El tiempo no puede distanciarle de aquel acontecimiento, que ha adquirido un carácter circular. Por eso regresa con todo su vigor ahora que España vuelve a Australia para jugar otra final. Es otro tiempo, otro país, otro deporte. Es un equipo con tenistas de primera fila, pero no de héroes. Cualquier muchacho está acostumbrado a recibir frecuentes noticias de los éxitos de los deportistas españoles y, cómo no, de Juan Carlos Ferrero, Carlos Moyá o Albert Costa, de cuya excelencia no hay duda. Cualquier muchacho del 65 apenas tenía otro referente que el Madrid y Bahamontes. Aquel país marginado tenía un deporte marginal. Pero algo estaba cambiando. Una incipiente clase media comenzaba a dotarse de lo que entonces eran signos de distinción: el automóvil, los electrodomésticos, el televisor. "Sí, la televisión fue el factor principal de todo lo que sucedió aquel año", comenta Santana. Con la voz al fondo de Juan José Castillo, España descubrió fascinada al tenista que llevó al equipo hasta Sidney después de siete eliminatorias, una memorable, frente a Estados Unidos, en Barcelona. Siete horas de televisión en directo, sin tiempo siquiera para los informativos, con todo el país pendiente de las hazañas de Santana, Juan Gisbert, Juan Manuel Couder y José Luis Arilla, los integrantes del equipo.

Santana, cuyas primeras proezas como Manolín quedaron sustanciadas en una copa que su madre, Mercedes, colocó en una vitrina, junto a la ventana, para que el barrio viera el éxito del niño, se convirtió en Manolo y luego en Supermanuel. Fue un trayecto vital que nunca le desbordó. Su padre había combatido en el lado republicano durante la Guerra Civil. Condenado a doce años de cárcel, pasó seis en las prisiones de Colmenar Viejo y en la Modelo de Madrid. Nacido en 1938, en lo más crudo del asedio franquista a la capital, Santana pasó una infancia de penurias en una casa en la que doce familias compartían un cuarto de baño. Allí, en la parte alta de la calle de López de Hoyos, los descampados propiciaban el fútbol. No había muchas más distracciones. Sólo el verano traía novedades. "Nos sentábamos en la calle y veíamos pasar a los coches grandes que iban a Villa Rosa, un night-club de la calle de Arturo Soria". Con el marido en la cárcel y una precariedad inevitable, la madre educó a sus cuatro hijos en lo que Santana llama "una ausencia total de rencor". Todavía hoy siente que sus enseñanzas fueron "decisivas" para que se acomodara "sin tensiones" en un mundo "de derechas".

Observó ese mundo por primera vez en el Club de Tenis Velázquez, en el que su hermano mayor trabajaba como recogepelotas: "Un día se le olvidó el bocadillo a mi hermano y mi madre me envió con uno al club. Fue el momento más impresionante de mi vida. Me quedé fascinado". Se sintió tan impresionado que dedicó todos sus esfuerzos y su picardía a acudir a aquel lugar, a adentrarse en un universo tan tentador, a disfrutarlo desde su recién adquirido trabajo como recogepelotas, como recadista, en jornadas que le servían para obtener seis pesetas en propinas, "cuatro para mi madre y dos que me guardaba para mí". También le impresionó la naturaleza de aquel juego, tan lleno de sutileza y tan ajeno a la violencia, al choque. "Siempre he detestado la violencia. Me enfermo si veo una pelea. No puedo soportarlo. Es una aversión que va con mi naturaleza. Ni siquiera en la mili empuñé una pistola. Cuando quisieron obligarme para hacer unas prácticas, me negué rotundamente. Pasé tres días en el calabozo", comenta. En el club de la calle Velázquez comprendió que la red del tenis era, a la vez, una garantía de seguridad y una invitación al desafío, a la creatividad. Esa red preside en términos reales y simbólicos la vida de Santana, una vida de dos orillas casi desde que nació. Algo parecido a una red separó el mundo de su primerísima infancia y el que conoció con los Romero Girón, la familia que le adoptó cuando tenía 12 años y comenzaba a dar pruebas de su inmenso talento para el tenis.

El mismo amor que profesó a su madre, fallecida en 1999, con 91 años, lo reserva en forma de gratitud a su familia adoptiva, los hermanos Álvaro y Aurora Romero Girón. Ellos cuidaron del joven Santana y le ofrecieron una nueva vida de comodidades, de relaciones sociales, de posibilidades económicas. Del tenis se había ocupado él. "No podía comprarme una raqueta, así que me construí un puño con el respaldo de una silla. Fue mi primera raqueta y quizá la que formó mi juego. Mi muñeca, mi estilo, la necesidad de crear para superar las dificultades..., vinieron de aquella raqueta tan primitiva", dice. De ahí nace la distancia de Santana con su propio mito, no de la lejanía que impone el paso del tiempo con los éxitos de la juventud. Aquellos días forjaron su carácter, marcado por la sensatez y la búsqueda de desafíos. Siempre supo de dónde venía y nunca tuvo dificultades para adaptarse al lado cosmopolita de la vida. Vivía con una familia de la alta burguesía madrileña -"con ellos aprendí a utilizar el cuchillo y el tenedor, a cenar con una doncella detrás"-, pero todos los días comía en casa de su madre: "Esa fue una obligación que nunca desatendí".

Antes de que la final de la Copa Davis, en Australia, le convirtiera en una celebridad social, Santana se forjó como tenista en algo parecido al anonimato. Ganó campeonatos juveniles y, poco después, conquistó el campeonato de España: "Los Romero Girón me regalaron una vespa y con ella me trasladaba de ciudad en ciudad. Llevaba la raqueta y una pequeña bolsa de ropa". En algún club no le permitieron el paso. Era joven y desconocido. Nadie sabía que estaba a punto de emerger un tenista colosal. De físico discreto, nunca destacó por sus condiciones atléticas. Era su mágica derecha la que derrotaba a sus rivales, la que le dio las victoria en Roland Garros en 1961 y 1963. Eso y su capacidad para ofrecer respuestas diferentes a cualquier clase de adversario: "Les estudiaba detenidamente y luego aplicaba todo el ingenio del que era capaz para vencerles. Si a uno le molestaban los globos, le tiraba globos hasta hartarlo. Si a otro no le gustaba correr, le hacía correr hasta el agotamiento". Sin embargo, había gente que no se tomaba a Santana en serio. "Decían que era un jugador de tierra y que no tenía nada que hacer en los torneos de hierba. Y por aquel entonces los torneos de Australia, Wimbledon y Forest Hills se disputaban en pistas de hierba", añade.

Todo cambió en 1965. Santana se había perfilado como un jugador completo. Ganó Forest Hills frente al surafricano Cliff Drysdale, "un partido inolvidable por muchas cosas, pero sobre todo porque, en un receso a causa de la lluvia, Robert Kennedy, entonces gobernador de Nueva York, nos pidió que nos reuniéramos con él. Recuerdo que me preguntó por España sin entender cómo podíamos vivir sin democracia".

Nadie en el precario deporte español resultaba más exportable que Santana, nuevamente obligado a manejarse en las dos orillas. Hijo de republicano, adoptado por una familia adscrita al régimen, no fueron pocas las veces que se encontró con exiliados: "A ver si se muere ese cabrón', me decían en México por Franco. Yo no entraba en esas historias. Me sentía español". Mientras tanto, era la bandera del equipo que vencía a los norteamericanos en Barcelona -"trajeron su comida, obligaban a que se les abrieran las botellas, sólo comían alimentos hervidos, pensaban que estaban en India o algo así"- y el hombre que estaba a punto de convertir el tenis en un acontecimiento nacional. En Santana habita el pionero, característica necesaria en el deporte español de los años sesenta y setenta: "No quería privilegios para mí. Pedía a todas horas que se construyeran pistas públicas y algunas se construyeron, como una en la Casa de Campo". Santana se encargó de popularizar el tenis como después lo hicieron Ángel Nieto con el motociclismo o Severiano Ballesteros con el golf. Si hay que encontrar fecha y lugar al momento del despegue no fueron otros que las Navidades de 1965 y la ciudad de Sidney, escenario de la final entre Australia y España.

"Mira, tu hijo está en las portadas de todos los periódicos", le comentaban las vecinas a la madre de Santana. Definitivamente, era el hombre del año. Alrededor de aquella final se generó un entusiasmo desconocido en otra cosa que no fuera el fútbol: "Acudimos a Sidney con tres semanas de anticipación. Ellos eran los grandes maestros del tenis. Se pensaba que no tendríamos ninguna oportunidad. Yo creía que teníamos alguna si vencía en mis dos partidos, frente a Fred Stolle y Roy Emerson". El equipo se hospedó en el hotel Menzies sin demasiada compañía. Un grupo de 40 seguidores, casi todos de carácter oficial, se trasladó a la ciudad australiana: "Algunos se perdieron el primer partido porque llegaron vía Estados Unidos y no estuvieron atentos a la diferencia horaria". En la expedición figuraban Santiago Bernabéu y su mujer, doña María. La presencia del presidente del Madrid tenía su aquél. En 1962, Santana, hincha irredento del Madrid, firmó por el Club de Tenis Barcelona después de que el club de Bernabéu cerrara todas sus secciones, excepto la de baloncesto: "Fue después de una derrota con el Anderlecht. El club se quedó en una muy mala posición económica".

Pero la popularidad de Santana había adquirido cotas tan impresionantes que Bernabéu decidió recuperar al tenista: "Se produjo un caso muy parecido al de Di Stéfano. En Cataluña me decían que cómo era posible que me fuera al Madrid si yo había nacido en Badalona. Yo, que soy de Madrid de toda la vida". Santana regresó al Madrid por 7.000 pesetas al mes, sueldo no oficial, pagado en cheques a nombre de particulares porque las rígidas normas del tenis lo impedían. O nada, o ingresar en el circuito profesional. "Allí jugaba Gimeno. Era extraordinario. Con él habríamos ganado la Davis".

Juan Antonio Samaranch también viajó a Sidney. Estaba al cargo de la Delegación de Deportes en Cataluña, pero su influencia le convertía en el dirigente más importante del deporte español. Samaranch, que terminaría con el falso amateurismo durante su periodo como presidente del Comité Olímpico Internacional, avisó de su posición mucho antes, a través de Santana, que meditaba su paso al profesionalismo: "Me dijo que el deporte español no podía permitirse el lujo de perderme después de que Gimeno se hubiera pasado el campo profesional. Me metió en la nómina de Mascalé, una empresa textil. Cobraba un millón de pesetas al año".

Santana había alcanzado la posición de héroe nacional. Un país estaba pendiente de su actuación en Sidney, "una ciudad maravillosa, como los australianos". Su mejor amigo en el circuito era Emerson, que iba camino de la leyenda como jugador. El día previo al primer encuentro, el 26 de diciembre, Emerson invitó a Santana a celebrar la Pascua con su familia. El jugador español recibió el permiso del capitán, Jaime Bartrolí: "Pasé la tarde en su casa. Nadie lo supo. Así era nuestra amistad". Pocas horas más tarde, en el atestado estadio de White City, Santana salió derrotado por Fred Stolle por un 9-7 en el quinto set: "Allí perdimos todas las esperanzas, pero al menos conseguí vencer a Emerson. Fue su única derrota en toda su trayectoria en la Davis".

España perdió por 4-1, pero el resultado importó poco. Se había enganchado al tenis y había encontrado un héroe: "Me sentí abrumado. Pensé que estaba en peligro por el peligro de la fama. Me dije: 'Si te metes en este tinglado, te hundes'. Así que me alejé todo lo posible". Aún le quedaría tiempo para atacar el gran objetivo de su carrera: Wimbledon. Ganó en 1966 un torneo que le había rechazado con saña. Todas sus primeras apariciones, desde 1958, se habían saldado con eliminaciones en la primera ronda. Pero Santana nunca ha sido un flojo: "Toda mi vida ha sido una búsqueda constante de objetivos, de desafíos. Así lo aprendí desde la niñez".

Roy Emerson y Manolo Santana, grandes amigos, se saludan al término de su partido, ganado por el español, en la final de 1965.
Roy Emerson y Manolo Santana, grandes amigos, se saludan al término de su partido, ganado por el español, en la final de 1965.
Manolo Santana, en un momento de la entrevista.
Manolo Santana, en un momento de la entrevista.ULY MARTÍN

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