El escrutinio del 26-O, magia potagia
El modo en que se desarrolló el escrutinio de las recientes elecciones autonómicas en Madrid ha suscitado dos cuestiones nada triviales: ¿a qué puede responder esa sorprendente evolución del recuento de votos? y, si ha habido alguna intervención perversa, ¿con qué sentido?
En cuanto a lo primero, la panoplia de explicaciones que desde entonces se ha tenido ocasión de leer o escuchar propende a lo exótico y, en justicia, merecen una escasa atención: la distinta densidad de población de los distritos, la predominancia de electores de edad en ciertos colegios o mesas... La reducción al absurdo de todas ellas fue debidamente ejecutada por Miguel Ángel Aguilar, quien, sarcásticamente, afectó la explicación última a la Física: los votos de la derecha tienen más peso, por la ley de la gravedad tienden a posarse en el fondo de las urnas y se recuentan siempre en último lugar (sic).
En el extremo opuesto, la irritante declaración de Carlos Mayor Oreja, vicepresidente en funciones de la Comunidad, quien -con desparpajo envidiable- parecía referirse a un portentoso fenómeno que ni sus propios técnicos alcanzan a explicarle.
Sin embargo, todo es simple hasta la provocación. Como es sabido, la administración electoral actúa en dos circuitos paralelos. Uno dirige las actas de cada mesa a las juntas electorales de zona y éstas a la central que, en plazo de 40 días y oídas las reclamaciones y recursos si los hubiere, proclama los resultados oficiales. Otro, de naturaleza gubernativa y compuesto por agentes autorizados de una o varias empresas de estudios sociológicos o de proceso de datos que, inmediatamente después del recuento, transmiten los resultados de la mesa a un centro de datos. Éste, bajo control estricto de órgano político correspondiente, en el caso que ocupa, la vicepresidencia de la Comunidad.
Es de todo punto improbable que esos agentes tengan instrucciones de enviarlos según un horario artificialmente programado que genere la resulta perniciosa de que hablamos: que los resultados del granero de la oposición entren en cómputo con preferencia a los del partido del gobierno. De otro lado, las mesas tienen igual composición, un procedimiento reglado uniforme, atienden a un número similar de electores, es un proceso abierto a la presencia de representantes de las formaciones políticas y, naturalmente, la habilidad en el cómputo no se relaciona con las preferencias políticas de sus miembros.
Así pues, desde el punto de vista estadístico, la entrada de datos en el centro de proceso se debería producir siempre respondiendo a un sistema que en términos estadísticos se denomina "aleatorio puro". Eso ha ocurrido en otros antecedentes consultados. Por eso, en algunas ocasiones, se han ofrecido resultados parciales -sobre todo al inicio del recuento- con apariencia errática, porque, sin otra intervención, regía el principio aleatorio señalado.
También por eso, y en contra de lo que alegremente apuntan las declaraciones oficiales, lo ocurrido el 26-O no tiene precedente alguno; con una sola excepción, las elecciones del pasado mayo. Tienen razón en una sola cosa: los técnicos no pueden darle una explicación lógica al enigma y apuesto mi modesto crédito profesional a que tampoco se la podrán dar en el futuro. Déjà vu, lo ocurrido el 25-M constituye ahora una prueba de cargo añadida.
Si se recurre sin más a la estadística, la cuestión entonces no admite la menor duda: sólo una manipulación -en el sentido más prosaico pero también el más burdo- puede explicar la administración del cómputo de resultados que asombró a propios y extraños el 26-O.
Porque precisamente esa noche concurrieron tres factores estadísticamente relevantes. El primero se refiere a que los movimientos de escaños tuvieron un sentido unidireccional: siempre ganaba escaño un mismo partido y también siempre lo perdía el mismo. En segundo lugar, ese desplazamiento de escaños se producía en todos los casos siguiendo una cadencia sistemática: un escaño más para el PP y menos para el PSOE, aproximadamente cada 10 puntos más de escrutinio. Por último, ambos patrones se anticiparon ya el pasado 25-M.
La probabilidad de que todas esas circunstancias se produzcan al tiempo por azar es prácticamente nula. Desde el punto de vista de la estadística, se puede afirmar que ese procedimiento, que debería ser aleatorio, ha sido "intervenido", ha sido "ordenado". De esto no cabe duda.
Además, la ejecución práctica de esa intervención puede llegar a ser en extremo simple, pero sólo es viable en el único momento en el que el procedimiento se estrecha e involucra una sola mano: cuando los resultados que se van recibiendo se vuelcan al cómputo general. Versión más grosera: que los resultados, obtenidos según un orden efectivamente aleatorio, fueran sin embargo validados y finalmente computados siguiendo otro orden preestablecido. Versión más sofisticada: que la aplicación encargada del volcado disponga ya de una rutina que, con independencia del momento en que se reciben y graban, los datos de las mesas sólo sean computados en el momento y condición que, para alcanzar ese resultado tan pintoresco, tengan prefijados. Eso abundaría, de paso, las sospechas sobre un cierto retraso general en una operación que, como la del 26-O, es la más simple de cuantas pueden darse en nuestro país. Pero existen otras muchas posibilidades técnicas. Y cualquiera de ellas menos llamativas, menos elocuentes. A alguien se le fue la mano.
¡Por fin la estadística sirve para algo! Nos dice que un proceso aleatorio no se puede convertir en sistemático, salvo por una intervención en el mismo. ¿Cómo explicar, si no, ese prodigio, lineal siempre en la dirección de pérdida de un solo partido? Peor aún, ¿cómo fue además que esa pérdida iba avanzando, mágicamente, de modo regular y sistemático? Pues, para todo ello, basta una simple decisión política sin escrúpulos.
Creo que existen elementos más que fundados para que una parte legitimada -un partido político que haya concurrido o, de oficio, la propia Junta Electoral- solicite una auditoría exhaustiva del recuento realizado ayer por la Vicepresidencia de la Comunidad, incluyendo la custodia inmediata de todos los soportes utilizados y la toma de declaración a los responsables políticos y técnicos del proceso. ¡Quizá entonces acariciemos la sabiduría que la pobre estadística nos niega!
La segunda pregunta merece menos comentarios, porque resultaría ocioso subrayar la trascendencia que se le da a estas informaciones y la osadía de quien a veces las gestiona. Ante un resultado final imprevisible, como lo parecía éste, la opción es clara: toda fuerza política preferiría empezar como perdedor para hasta llegar al final del escrutinio con su mejor resultado. Si, en ese camino, no termina por ganar las elecciones, le queda siempre el recurso a la "derrota dulce". Y si además las gana, consigue al tiempo una euforia insuperable entre sus simpatizantes y una doble frustración en sus oponentes.
Pero todo esto no deja de ser un simple pecado venial para quien sólo practique un concepto ventajista de la democracia.
Antonio Kindelán es sociólogo.
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