¿Sufre el rosal?
El ser humano es un accidente de la naturaleza, para desdicha del uno y de la otra. Individuos de nuestra especie nos han puesto al grueso como chupa de dómine por creernos más importantes que la cucaracha, la hormiga y demás organismos que comen, duermen y fornican, pero que no pueden meter baza porque no saben hablar; y no saben porque no tienen nada que decir. La mirada "enigmática" del gato aún mueve plumas chirles y edenes, pero el felino ni mira y ni siquiera se aburre, pues eso ya sería una función mental. Ahora, algunos científicos dicen que las plantas sienten dolor, o sea que "sufren". Usted le regala una rosa a su mujer o a su coima sin pensar que todo un rosal llora la amputación de ese miembro. De modo que no alegue ignorancia, las flores viven en estado de pánico. Claro que puede aducir que es un reflejo nervioso sin conciencia de sí mismo -entendiendo por conciencia no sólo saberse, sino un complejo entramado de relaciones- ahí me las den todas. Zigzagueando, asocio lo anterior con el asunto de los persas. El despanzurramiento de un niño es deplorable en sumo grado, la destrucción de una obra de arte, también. Pero uno, en su orgullo occidental, tan pasado de moda como de moda está la igualdad hombre-hormiga, no pide y engulle cotejas en el golfo (así fuera el pérsico); o sea, que no reconoce en Mesopotamia la cuna de su civilización, por más que estos días haya leído y oído lo contrario docenas de veces. El hombre ingresó en la edad de la razón cuando para explicarse el mundo y a sí mismo prescindió de la divinidad y se hizo filósofo y científico. Pero la autocrítica, estupendo producto secundario de la razón, anda ya desmadrada y pondremos a Mitra por encima de Platón y de los cuernos de la luna. Robert Kagan es un señor que se enreda y consigue hacerse muy de derechas, pero su punto de partida es lúcido y los europeos tendríamos que prestarle mayor atención. Envueltos, eso sí, en el dulce encanto del pesimismo. A la postre, hay que tener mucho coraje para abandonar a los dioses y salir adelante con el lastre inmenso de la soledad.
El año 2000 iba a ser tal como lo pergeñaron los selectos miembros del Hudson Institute, hace sólo unos cuarenta años. Tan corto me lo fiáis que algo acertaréis. Relativo declive de la URSS y USA. Bingo y fallo a oros. Claro que el Hudson Institute no operó casi intuitivamente, como a principios del siglo pasado lo hiciera H.G. Wells, con escasos recursos, sin método y sin sistema. Tal vez por eso, equivocándose, escribió Raymond Aron: "Estamos demasiado obsesionados con el siglo XX para malgastar tiempo especulando sobre el XXI. Las predicciones a largo plazo han pasado de moda". Con todo, en su "año 2000" el Hudson Institute se curó en salud y diseñó para nuestros días multitud de escenarios casi libres de sorpresa y otros sorprendentes a causa de una larga serie de imprevistos. Así no hay manera de que nos coja el toro, como sí cogió a Wells y posteriormente a Haldane, a Fuller y a tantos otros. Llamo la atención, sin embargo, que entre las sorpresas que pueden interrumpir la marcha hacia la sociedad postindustrial figuran los cuatro jinetes del Apocalipsis, uno de los cuales es la enfermedad infecciosa en "las naciones viejas". No muchos años después apareció el sida y está causando estragos, hasta el punto de constituir una seria amenaza para la vida humana en el continente africano; pero en los países desarrollados el sida es, por decirlo con cierta brutalidad, una enfermedad casi voluntaria. No así las pestilencias, como la neumonía atípica.
La neumonía atípica debería ser un aldabonazo doble a la conciencia del mundo próspero: mayor atención a las condiciones alimentarias y de salubridad de los países pobres y sustracción de dinero y talentos de unas áreas de la investigación biológica en beneficio de otras cuya defunción se ha certificado con excesiva premura. Han surgido y resurgido a lo largo de la historia de la humanidad y es suicida darlas por una pesadilla del pasado. Debió haberse previsto que higiene, vacunas, antibióticos (estos últimos cada vez menos eficaces por el abuso que se hace de los mismos y la resistencia que despliegan los gérmenes) no bastarían para contrarrestar factores adversos tales como el cambio climático, la densidad demográfica, el tránsito internacional de mercancías, animales y seres humanos, el cambio genético o la aparición de microorganismos hasta ahora desconocidos y tan virulentos y posiblemente más letales que la neumonía atípica. Una vacuna eficaz para la cual puede ser cosa de meses, pero también de años. Presumiblemente, salpicados de falsos hallazgos. "Caña pensante", dijo Pascal del ser humano y recordando estas palabras he escrito este artículo. Accidente de la naturaleza y uso progresivo de la razón como arma defensiva contra nuestra fragilidad. Arma, sin embargo, irremediablemente de doble filo, de lo que todavía hoy deriva la esperanza por un lado y las más lúgubres predicciones por el otro. El conocimiento es "intrínsecamente demoníaco" (F. Juenger), los dioses no aman al Homo Faber, que es de la estirpe de los titanes. "A veces los dioses se le oponen violentamente, otras le toleran a su lado como una figura semiburlesca, como a Hephaistos...". Menos catastrofistas, en las últimas décadas ha cundido la alarma entre muchos biólogos; la neumonía atípica no había hecho sino atizar los más sombríos presagios y barruntos. Con todo, la opinión mayoritaria es que la biología no debe detenerse ni retroceder, pues si no son previsibles las consecuencias de los nuevos hallazgos, tampoco lo son las de poner una moratoria o detener indefinidamente la investigación.
Vamos pues a ciegas en este juego con el genotipo humano. Vacunas. Cultivamos virus, creamos nuevos mutantes, y al fin daremos con la inmortalidad o con la extinción de la especie. ¿La neumonía atípica vino de la China rural? ¿Seguro? Hay virus que duermen en el organismo humano durante años... La guerra biológica puede llegar a ser juego de niños. Cuestión de algún dinero, cierto ingenio y muchísimo odio.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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