Un instante de locura
En el programa asegura el coreógrafo estadounidense John Neumeier que cuando tenía 10 años se hizo adicto a una biografía de Nijinsky, un volumen que tenía encuadernado en rosa, nada menos, allá en su Milwakee natal. Hoy tiene 61 y hace tres que estrenó con el Ballet de Hamburgo su homenaje, este Nijinsky, que ha llegado al Real precedido por el éxito. Ambiciosa producción, la coreografía tiene una estructura circular que arranca el día de la última presentación pública del innovador bailarín y coreógrafo ruso en un hotel de St. Moritz, en 1919, y termina en ese mismo punto. Entre medias, se supone que hay un instante en la cabeza del glorioso artista en que estaba a punto de abandonar la cordura. Pero el instante de Neumeier dura dos horas y media largas en las que, con las licencias que permite aquello de la locura, intenta dar caótico repaso a su vida, destacando sus inspiraciones artísticas, otorgando gran relevancia a Diaghilev como mentor, amante atormentado y amigo, sin olvidar familia, boda, infancia, gloria, miedo, éxitos con los ballets rusos, momento político-social y referencias culturales de toda índole.
Ballet de Hamburgo
Director Artístico: John Neumeier. Programa: Nijinsky (J. Neumeier / Chopin, Schumann, Rimsky-Korsakov, Shostakovich. 2000). Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Rainer Mühlbach. Teatro Real (Madrid). 8 de septiembre de 2003.
No conforme con ello, también hay momentos en los que da rienda suelta a su cabeza loca, nunca mejor dicho. No obstante, este Nijinsky es menos transgresor y coherente de lo que Neumeier cree.
Con tantas aspiraciones agolpadas en una sola producción no es de extrañar que surja una pugna, a veces muy evidente, entre una narrativa de ballet convencional, mímica incluida, que es la que sacia su necesidad de aportar datos que legitimen su propuesta, y un plano onírico, más libre y más loco, en el que calma su sed creativa. Parece obvio que lo que quiere contarnos desde su danza es lo segundo, a todas luces lo mejor de la velada (de ahí que le funcione mejor el segundo acto, el menos atado a lo biográfico), pero no sabe cómo hacerlo renunciando a lo primero, quizá porque al público grande que regala aplausos hay que convencerlo con una narrativa a la vieja usanza, sobre todo tratándose de una figura tan ampliamente estudiada como Nijinsky.
En cualquier caso, su pieza es colorida y llamativa. Sus recursos no son pocos y la puesta en imágenes da fe de ello, con esa escenografía imponente y ese elenco enorme, cohesionado y bien entrenado, que llena el escenario de locura. Al bailarín checo Jiri Bubenicek le toca la ingrata tarea de ser Nijinsky. Ingrata porque, a pesar del intachable brío escénico del intérprete, es muy difícil encarnar al dios de la danza y parecer, efectivamente, un dios bailando.
Babelia
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