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Reportaje:APROXIMACIONES

Enseñanzas de Compay Segundo

El trovador cubano murió el 13 de julio a los 96 años, después de un éxito fulgurante e inesperado durante la última década de su vida gracias al disco 'Buena Vista Social Club'. Su fama empezó a despuntar en España poco antes, al ser incluido en el álbum 'La semilla del son', que el autor de esa antología recuerda ahora.

Nos contaba Compay Segundo cómo su padre hacía sonar el silbato, cuando la locomotora que conducía pasaba echando humo por delante de su casa, allá en Siboney. El son es semejante al tren: máquina poderosa, antigua y respetable, que avanza llevando al porvenir la luz de una lejana mañana de Oriente. Fumando su tabaco, decía Compay, la abuela echaba humo igual que la locomotora, y daba lengüetazos a la piel salada de su nieto para comprobar si venía de jugar con las engañadoras olas del Caribe. Todo esto ocurría antes del charlestón, en el albor de un siglo de canciones. Tiempo adelante, Compay Segundo se convertiría en el Montuno en persona, señor de las luces y las sombras del son.

Compay es una estrella internacional, gracias principalmente al exitoso trabajo de Ry Cooder y Wim Wenders, aunque antes ya venía El Viejo abonando el terreno con mano sabia. Primero un disco emotivo, luego una película que amplificó su resonancia, Buena Vista Social Club contribuyó decisivamente al reconocimiento mundial del son cubano. Todo aquel que haya asistido a una descarga de soneros sabe, sin embargo, que la película no alcanza a producir candela, aunque haga derramar lágrimas como un culebrón. Está filmada desde un punto de vista "gringo", algo aséptico y sensiblero, más mediático que artístico. Enseña la pobreza cotidiana, el abandono que ha afectado a algunos grandes músicos populares cubanos, sin revelar la fuente colectiva de su riqueza musical. Los viejos soneros merecían algo más que aparecer encandilados ante un escaparate de la Quinta Avenida. Merecían una traducción fiel a su lenguaje rítmico. Pese a todo, Compay Segundo salía triunfador gracias a su intensa capacidad de seducción.

Su hombría se aliaba con una gracia natural, muy puesta a prueba en el trato femenino. Era caballeroso como un señor de antaño -tenía algo de su admirado Gardel-, pero también mulato picarón, y con el aire de bon vivant justo para acercar a orillas del Sena los misterios tropicales, pregonando elixires de eterna juventud. La música siempre ha sido buena amiga de la seducción, haciéndole los recaditos, pero Compay Segundo conocía de verdad sus íntimas relaciones. Achacaba su longevidad a las musas, de ellas obtenía su talante visionario. En sus últimos años, Compay se instaló en el Olimpo que se había fabricado con las manos. Tocaba y cantaba desde una nube, ajeno al paso del tiempo, con un destello de ideal en la mirada, como si la decadencia de Occidente no fuera con él.

Tanto en España como en Cuba, llegamos justo a tiempo de rescatar la memoria musical de Compay Segundo, antes de verla en el cine con subtítulos. En mayo de 1991, buscando materiales para Semilla del son, escuché en la Casa de la Trova de Santiago de Cuba su son claroscuro, en boca de ancianos estilistas que se alternaban en escena ante el público mañanero, todavía soñoliento o encendido por el aguardiente de caña. Los sones de Repilado eran de dominio público en las calles de Santiago. Más tarde los volví a escuchar en casa de Danilo Orozco, musicólogo y sonero cabal. Él me aleccionó acerca del estilo único de Compay Segundo, al conocer mi propósito de reunir muestras para hacer la primera antología española del son cubano. Se lo conté al poeta Bladimir Zamora, de regreso a La Habana, pero ni con su indispensable ayuda pude hallar las cintas originales.

La siguiente secuencia se

desarrolla una mañana de julio de 1994, en el patio de La Carbonería de Sevilla, donde grandes soneros y flamencos se juntaron por vez primera para presentar el encuentro organizado por la Fundación Luis Cernuda, dirigida por Jesús Cosano, con quien pactamos la parte cubana del programa. Allí recibimos el impacto directo de su empuje rítmico, y quedamos pasmados ante su capacidad de mover con arte antiguo el ánimo contemporáneo. Aquella misma noche, Compay asistió en primera fila al concierto de Juan Perro, en un pueblo cercano, avizorando ojo y oídos. Hubo fiesta después -yo cumplía 40 años-, y mientras El Guayabero, desde su recién estrenada silla de ruedas, repartía entre los sevillanos sus magníficos e hilarantes sones, Compay Segundo cenaba aparte, con aire circunspecto. Al terminar la cena se levantó, encendió el tabaco, ordenó formar a sus Muchachos, y otra vez nos desbordó con su dinamismo hechicero.

Volvimos a vernos poco después en La Habana, en noviembre de 1994, durante la grabación del primer disco de Juan Perro. Nos sentábamos con la guitarra en el bar o en el patio del estudio, y él me iniciaba con cautela en la máquina de sus montunos. De nuevo nos juntamos en abril de 1995, el día en que el gran tresero Pancho Amat llegó a Madrid: dos leyendas de la música popular cubana se miraron frente a frente por vez primera aquella noche, tres y armónico en mano, en un guateque que duró hasta el alba.

Grabamos la Antología de Francisco Repilado, Compay Segundo en noviembre de 1995. Pocas semanas después, en un estudio madrileño, tuve ocasión de comentarla con Ry Cooder, quien consideraba la posibilidad de regresar a Cuba para grabar una segunda entrega de blues en colaboración con Alí Farka Touré, con la ayuda de percusionistas cubanos. Cooder participó poco después como invitado en una producción de los Chieftains en La Habana, y entonces debió de cambiar de idea, al encontrarse en el bar de la Egrem con los patriarcas del son, revueltos ante la presencia de tanto productor extranjero.

Durante nuestra grabación disfruté de cada nota, de cada rato de charla. Guardo entre las enseñanzas de Compay Segundo imágenes vigorosas de un siglo enigmático, experiencias del campo de Cuba, de las plantaciones de arroz en China, donde Compay trabajó dos años. A veces venía al estudio hablando en chino, como si fuera un Lao-Tse dicharachero. Cuando entre toma y toma compartíamos un trago de ron, me reprochaba que yo era un bebedor ansioso. "Chico, te acabas el traguito muy rápido, sin tiempo para disfrutarlo. Al trago hay que contemplarlo, mimarlo, hablarle con ternura, como se habla a las mujeres. Mírame", decía, alzando el vaso y sonriéndole con todos los dientes, como buscándole al ron sus dulces ojos esquivos, "¿te das cuenta? Tú en cambio te lo echas dentro de golpe, y si me despisto, carajo, te acabas también el mío". Tenía cuerda para rato, mundo y sentencia para cada ocasión. Pero entre sus enseñanzas, la más preciosa es su concepto del son. Ordenaba la música como si trazase los cimientos de un templo, llevaba el compás como una carga divinamente ligera. Arremetía en cada parte con decisión de combatiente airado. Su montuno era claro, bien fundado, echaba raíz en lo oscuro, pero avanzaba implacable hacia la luz, como un torrente de melodía, a cuya orilla se abría la flor de la palabra. Trabajé con él por conocer de cerca los engranajes de su repertorio. Compartimos varias veces el escenario: yo no podía dejar de admirar su firmeza sobre las tablas. La última vez que nos vimos me dijo que su mejor disco era el que grabó conmigo. Gracias, Compay, en esta ocasión no puedo ser modesto. Hay otros discos buenos, como el Calle Salud, donde usted introdujo en el son la voz del clarinete, que hace tantos años practicaba en la Banda Municipal de Santiago. Ahora que usted ha muerto, Compay Segundo, tengo todos sus sones metidos en la cabeza, sonando casi al mismo tiempo. Necesito sentarme con ellos, escucharlos uno a uno, mirarles al fondo de los ojos, buscando algún feliz augurio, saboreándolos como un trago lento.

Compay Segundo (Siboney, 1907-La Habana, 2003), en una entrevista en la capital cubana en 2001.
Compay Segundo (Siboney, 1907-La Habana, 2003), en una entrevista en la capital cubana en 2001.PABLO IBARRA

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