Juan Ramón Jiménez: la otra fidelidad
Hace casi exactamente cuatro años que se presentó Lírica de una Atlántida, de Juan Ramón Jiménez, en edición del mismo Alfonso Alegre que ha preparado ahora la de Una colina meridiana. También en esa ocasión escribí unas páginas entusiastas sobre el libro, y ahora, cuatro años después, no puedo sino renovar la misma admiración de entonces ante esta nueva publicación. Nunca me he asomado ni de lejos a ningún archivo juanramoniano ni tengo la mínima erudición para poder juzgar la excelencia académica de esta edición, pero percibo con claridad la evidente seriedad del trabajo, la admirable solidez y ponderación del prólogo y los apéndices, y la extraordinaria calidad, difícilmente igualable, de la tipografía y la impresión.
Es más fácil reconciliarse con la estabilidad y los laureles cuando se ha empezado por la subversión y la denuncia
Hace cuatro años expresaba yo la esperanza de que la publicación de Lírica de una Atlántida contribuyera a que acabáramos de descubrir a Juan Ramón Jiménez y de ponerlo en el lugar que le corresponde. Yo desde luego no soy el mejor termómetro de la temperatura intelectual de este país, pero pienso que si hubiera habido un verdadero cambio de actitud en la crítica visible y audible, de una manera o de otra me hubiera enterado; y además veo que en esta nueva edición Alfonso Alegre sigue hablando de "injusticia histórica" y de "silenciamiento". Cuatro años son tal vez pocos para un cambio de esa naturaleza, pero me parece que no es tan raro que esos virajes en el mundo de la literatura y del arte, que son después de todo virajes de la moda, sucedan con bastante rapidez, incluso a veces vertiginosamente. Pero ¿es creíble que pueda suceder algo así con Juan Ramón Jiménez? Y sobre todo ¿sería deseable?
Desde mi punto de vista, ni siquiera a Cernuda hubiera sido deseable que le sucediera lo que le ha sucedido: la gloria masiva, póstuma sin duda, pero gloria oficial, institucional, editorial, académica, ministerial, periodística y hasta un poco televisiva. ¡Nada menos que a Cernuda, el poeta que deseó que la humanidad, incluyendo obviamente a todos los solícitos homenajeadores, fuera sólo una cucaracha para aplastarla! Vaya usted a entender la historia humana. Y sin embargo me parece absolutamente imposible que pueda suceder eso con Juan Ramón Jiménez, en lo cual creo percibir cierta misteriosa coherencia, a pesar de todo, en la incoherencia de la historia.
¿Por qué siento que esto es así? Aunque lo ponga en la forma de esa frase muy de señorita cursi (o de futbolista ignorante), voy a plantearme aquí esa pregunta, y espero enfrentarla con un poco más de reflexión y de imaginación. Una consideración que se me ocurre enseguida, pero que tomaré con mucha cautela, es que tal vez es más fácil reconciliarse con la estabilidad y los laureles cuando se ha empezado por la subversión y la denuncia. No es nada seguro que Juan Ramón haya sido menos difícil, antipático e injusto que cualquier otro poeta, incluyendo al mencionado Cernuda. Pero es claro que nunca fue piedra de escándalo ni apareció como desafiante ante los valores o los hábitos instituidos. Puede pensarse entonces que a las instituciones sociales les es más fácil asimilar a un contendiente que se levanta airado frente a ellas que a un tranquilo constructor sin vaivenes que no alza la voz para vituperarlas pero les escapa sin pelea y se les escabulle sin pataleo. Hemos estado celebrando de manera más bien altisonante los centenarios de varios escritores que fueron en algún momento subversivos. El de Juan Ramón pasó bastante inadvertido. Con un poco de malicia y de gusto por la paradoja, dan ganas de preguntar: ¿es por no haber sido subversivo?
Hay tal vez cierto paralelismo
con la biografía misma de Juan Ramón. Es sabido que nunca se autodefinió como un exiliado o un refugiado ni quiso participar en las instituciones y los centros de opinión o decisión del exilio español. Era sin duda uno de los intelectuales expatriados de España que más fácil y gustosamente hubieran sido recibidos por el régimen de Franco. Y sin embargo aceptó inflexiblemente ese destino de exiliado no oficial, aceptó morir lejos de esa Andalucía que fue hasta el final una desgarradora nostalgia. Cuando tantos conspicuos refugiados, o no tan conspicuos, volvían a entrar en la España franquista, ese Juan Ramón Jiménez que nunca se proclamó tal fue en cambio ejemplarmente fiel. Porque es indudable que hay esa otra fidelidad.
Pero dije antes que tomaría todo esto con mucha cautela. Llamar a esto otra fidelidad implica por supuesto que no es la única y no supone excluir ninguna. No quisiera dar a entender que el rebelde sea siempre un futuro acomodado, ni que el comprometido sea siempre un retórico, ni que el político siempre engañe, menos aún sugerir, como un Aznar cualquiera, que detrás de las pancartas sólo hay mala fe. Ante esa postura insisto en que hay que tener una enorme cautela, sobre todo porque siempre pueden encontrarse ejemplos que parecen justificar la tesis. Pero no todos los ejemplos son ejemplares, y yo por mi lado creo que hay que cuidarse mucho de creer, como tantos neo-bienpensantes de estos tiempos, que incluso los peores crímenes cometidos en nombre de la justicia y de la libertad impliquen que la búsqueda de la justicia y de la libertad conduzca necesariamente al crimen. Ni que quienes buscaron la justicia y acabaron en la opresión buscaban todos desde el principio la opresión, aunque esté claro que algunos sí. Más bien lo que quiero decir es que una actitud como la de Juan Ramón Jiménez es también una rebeldía, otra rebeldía, la cual no desautoriza la rebeldía simple, pero sí le reprocha que a veces, muchas veces, no reconozca a esta otra. Porque es entonces cuando esa rebeldía plana se transforma en su contrario, se hace opresión y está ya preparada para pactar con quien fue su enemigo.
Pero una vez tomadas estas
cautelas, voy a proponer otra que era en realidad adonde quería venir a parar. Porque no estamos hablando de una biografía de Juan Ramón Jiménez o de un panorama de su época, sino de un libro de poesía, y todo esto no era en realidad más que el preámbulo, el marco histórico y el contexto biográfico para hablar de esa poesía. Si me he extendido un poco en ese preámbulo, es porque me parece que hay un paralelismo sumamente sugestivo entre el sentido de estos hechos biográficos de Juan Ramón Jiménez y el sentido de su estética. Para decirlo con estratégica brusquedad: la poesía de Juan Ramón Jiménez es otra fidelidad y otra rebeldía, incluso, para plantearlo más académicamente, otra vanguardia. Así como no militó nunca en el exilio instituido y sin embargo podría decirse que, en un sentido menos instituido, es un paradigma del "verdadero" exilio; así estuvo lejos también de militar en ninguna vanguardia, y sin embargo podría ser paradigma de muchos vanguardismos.
Juan Ramón Jiménez no fue un innovador, sino un poeta original; tan original, que tal vez otros poetas de sus tiempos le igualan en eso, pero yo diría que ninguno le supera. Se puede innovar indeliberadamente, pero entonces es que no se trata de alguien esencialmente innovador, sino esencialmente original, cuya originalidad tiene como efecto secundario el producir cambios en su campo. Mientras que alguien esencialmente innovador se propone precisamente producir esos cambios, y eso no puede ser indeliberado. Aunque a menudo se confunden esos conceptos, yo diría que un vanguardista no es un artista original, sino innovador.
En este terreno hay tantos malentendidos, que vale la pena intentar introducir alguna lucidez. La obra de un artista considerada como la creación coherente de un mundo de sentido no puede tener vanguardia ni retaguardia. La idea de vanguardia sólo tiene sentido en el exterior de esa obra, en su contexto social, institucional e histórico. Un movimiento de vanguardia se propone imponer cambios institucionales y es por tanto un fenómeno institucional. Eso explica que sea tan rápidamente absorbido por los medios oficiales e institucionales y que hoy día el concepto de vanguardia no tenga casi vigencia salvo en los medios académicos o de crítica oficial.
Me parece que la obra de Juan Ramón Jiménez hace resaltar por contraste todo esto, y Una colina meridiana es uno de los libros suyos más claros en este sentido. Su actitud vital en esta época de su existencia es perfectamente coherente con su actitud estética. Arrancado de su país, de su medio, de su estatuto y de su lengua, se niega partir de generalizaciones de esa situación para guiar sus actitudes y sus interpretaciones. Se dedica obstinadamente a intentar descifrar el sentido de su vida a partir de lo que le rodea inmediatamente, la nieve, la noche, las lámparas, los álamos de Takoma, sus treintaidós ventanas, los doce olmos de su casa de Riverdale, que son tal vez los doce árboles más asediados por un poeta de toda la historia del mundo. Y si uno ha visto como vi yo, aunque muchos años después, el inocuo barrio de Riverdale en Maryland y sus arboledas no sólo urbanas sino francamente urbanizadas, tiene uno que encontrar conmovedora la voluntad del poeta de atenerse a su circunstancia real y sacarle todo el sentido posible, todo el goce, toda la comunión y toda la enseñanza. El libro entero está organizado en forma de itinerario, siguiendo las sucesivas residencias del poeta nómada pero no por eso menos atento y abierto a lo que le rodea.
Esta actitud vital es a la vez una actitud poética. Si el hombre va a tratar de descifrar su desarraigo desde la vivencia misma de su vida desarraigada, sin concluir previamente qué es y qué significa ese desarraigo, sin pertenecer siquiera a algún mundo definido o definible, tampoco el poeta va a buscar adecuar su estilo a una idea general previa del estilo poético, mucho menos a un ismo o a una doctrina, sino que va a buscar en cada caso la manera más propia de expresar su tema, no innovando en las reglas o en los hábitos, sino explorando arriesgadamente en ese tema, dándoles vueltas a esos olmos y no a la poética, a la estética o la doctrina; explorando y no experimentando, porque experimentar es ser infiel al tema y dirigir a otro sitio la mirada. Es absolutamente inimaginable que Juan Ramón Jiménez lanzara un manifiesto y mucho más que se atuviera a uno u otro para construir sus poemas. Esa diferencia entre la fidelidad obstinada al desciframiento de un tema y la infidelidad que escapa de él y se dirige al exterior para experimentar innovaciones, no en el tema, sino en el principio y la teoría que se le aplica, es tal vez la mejor manera de distinguir al poeta original del innovador, a la poesía sin escuela de las escuelas de vanguardia.
Concluiré, como es normal, volviendo al principio. Hay tal vez una misteriosa coherencia en que un poeta subversivo, vanguardista, agresivo, pueda conseguir más probablemente el repentino éxito que un poeta original, indefinible, inseguible, que no se opone a lo instituido porque no actúa en su mismo plano. Como es también más probable que sea reintegrado o que se reintegre un refugiado militante, o reconocible, o declarado, que un desarraigado silencioso ejemplarmente fiel al puro valor de esa fidelidad, que comparte con el detentador de esa identidad, pero que en su vida es otra fidelidad. Entonces, en algún sentido, tal vez es el honor de Juan Ramón Jiménez que siga "silenciado", porque es en silencio como mejor podemos aprender la lección no repetible, no adoctrinable, no instituible de su poesía.
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