Unos regresos
Vuelve a darnos su albergue el Teatro Nacional María Guerrero después de tres años de ausencia. Encontraron termitas, y han debido cazarlas una a una mientras ellas se reproducían, a juzgar por el tiempo transcurrido. Pero no sólo fue esa cacería, sino una restauración completa de lo que fue Teatro de la Princesa, y vivienda de sus propietarios, María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza; aún quedan en algún sitio las siglas TP, de su nombre original, y se han escapado los malos augurios que decían que nunca iría nadie porque estaba "lejos": lo mismo dijeron del Coliseum cuando se construyó en la "parte mala" de la Gran Vía. El mayor acierto visible de la restauración es que todo sigue igual por fuera, con su belleza de época; salvo las butacas, con mayor espacio entre las filas y más comodidad en asientos y respaldos. El acierto no visible está en su dotación técnica, que, según sus propietarios -el Estado-, mejora a los más recientes teatros de Europa.
Historia de una escalera
De Antonio Buero Vallejo. Intérpretes: Gabriel Moreno, Victoria Rodríguez, Viky Lagos, Cristina Marcos, Petra Martínez, Zorión Eguileor, Elena González, Yolanda Areotegui, Moncho Sánchez-Diezmo, Alberto Jiménez, Mónica Cano, José Luis Santos, Carlos Álvarez-Novoa, Fernando Gil, Ignacio Abono, Adrián Lamana, Bárbara Goenaga, Nicolás Belmonte. Escenografía: Óscar Tusquets Blanca. Composición musical: Tomás Marco. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: Lila Martínez, José Luis Abato. Espacio sonoro: Eduardo Vasco. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Centro Dramático Nacional. Teatro María Guerrero. Madrid.
Esta obra no da lugar a esa exhibición de técnica. Es humilde: un sainete dramático, sombrío, desesperado. Con Historia de una escalera ganó Buero Vallejo el Premio Lope de Vega y su vida posterior: su situación como autor dramático. No dejó de haber entonces un cierto escándalo y hasta alguno de estos derechistas inagotables que siempre se hacen notar propuso que le retiraran el premio o, al menos, que no se estrenara la obra. Sobre todo, porque Buero era militante comunista, creo que comisario político en la guerra, y había pasado los años de cárcel correspondientes a esa nefasta personalidad tras haber salvado la vida. Pero también porque era una obra política. De la manera tímida en que algo podía ser político entonces: reflejando una verdad miserable y un aplastamiento social en un país donde ellos ya gritaban "¡España va bien!", y era hambrienta y miserable. El teatro era a veces abiertamente fascista, otras veces "de evasión", sonriente y feliz; los dramas y las tragedias sólo eran clásicas. Una novela como Nada, de Carmen Laforet; una película como Surcos, del falangista Nieves Conde, y esta Historia abrían el frente de la protesta social, que ya no cesaría, casi hasta ahora. En las críticas no se resaltaba esta condición, como es lógico, se emparentaba la obra con los intentos del teatro popular y de grupo como los de Elmer Rice (La calle, El metro), incluso con alguna animadversión. Pero el sainete madrileño es anterior a todo eso, y lo de Buero era un sainete dramático, con el lenguaje apretado y fuera del gracejo y la burla de los saineteros no menos sociales (Arniches) y rompía, en fin, el conformismo.
La España pobre
En esta versión tampoco brilla la parte política, y puede referirse a cualquier zona y a cualquier tiempo de la España pobre. Se le ha dado incluso una filosofía referida a una frase de Azorín sobre el paso del tiempo y la forma de las nubes, que son una metáfora visual en los entrecuadros, proyectada sobre un telón. En efecto, esta obra ingenua y tierna termina como empieza: una parejita joven de enamorados se prometen un futuro espléndido, mientras les contemplan los jóvenes de los mismos nombres de la primera parte, ya envejecidos, fracasado su amor, desgraciados y maltrechos: así, dice el sombrío dramaturgo, van a terminar también los nuevos. No es que el tiempo pase y se repita, es que una clase social oprimida no tiene solución, y así veía el escritor comunista el resultado de la Victoria; o sea, el de su derrota. Él mismo iría cambiando con el paso del tiempo y, afortunadamente para él, su final no fue como su principio, y su cadáver reposó como triunfador en este mismo teatro, que ahora deposita unas flores blancas en el centro del escenario para recordarle, ante su viuda, que interpreta un pequeño papel en la obra.
La escalera del escenario es sórdida. Pero el figurinista, el escenógrafo y el director no han podido resistirse a la tentación del entonado, hasta dando tinte a los capachos de la compra; es un vicio muy antiguo que ya apenas se hace en las meras farsas, donde importa más lo que se ve que lo que se oye. En un drama cerrado y realista, "como la vida misma" -aparte de su ingenuidad, de su simplismo-, no parece que estos vicios de postal iluminada tengan lugar.
Es poco importante, sin embargo, en relación a otros aciertos. Juan Carlos Pérez de la Fuente logra una interpretación fluida, aun dentro de las dificultades lógicas con el dialogo ternurista, y consigue que muchos recuerdos resuciten. Y que muchos espectadores recuerden, o crean recordar aquello, y terminen en pie aplaudiendo e intercalando algún bravo de voz impostada hacia los actores, el director, sus colaboradores, doña María Guerrero recordada en un álbum de fotos despampanantes y Antonio Buero Vallejo, a cuya sombra el director saludó alzando las flores y la mirada hacia lo alto, donde él supone que está.
Babelia
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