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A PIE DE PÁGINA

Sebald o el lugar de la conciencia

Cuando la obra de W. G. Sebald se dio a conocer por primera vez en castellano con la publicación de Los emigrados (Debate, 1996), suscitó a la vez pasmo y desinterés. Esos sentimientos no son contradictorios. Por un lado, la arquitectura del libro era desconcertante. Registraba con un lenguaje casi neutro la historia de cuatro personajes anónimos, a la vez que la investigación emprendida para rastrear sus biografías. El texto estaba complementado con fotos, tarjetas de visita, recortes de periódicos, mapas y fragmentos de cartas que subrayaban en la memoria del lector la densidad de esos pasados.

Los emigrados pertenecía a un género impreciso, que compartía tanto los atributos de la novela como los de la crónica de viajes, la historia intelectual y la autobiografía. El autor no parecía interesado en aclarar esas vacilaciones ni tampoco su costumbre de pasar de un tema a otro muy distinto sin transición alguna, o de intercalar digresiones sucesivas hasta convertir el relato entero en un laberinto en el que, de pronto, también sin el menor aviso, aparecía la salida. Su único interés parecía puesto en rescatar de los márgenes a figuras que se perdían en la nada, en devolverlas a la historia, quizá para mostrar que las sombras de los márgenes son las que determinan cómo será la luz del centro.

Su único interés parecía puesto en rescatar de los márgenes a figuras que se perdían en la nada

A comienzos de 2000, cuando Debate publicó la versión definitiva de Los emigrados y, casi al mismo tiempo, el tercer libro de Sebald, Los anillos de Saturno, se afianzó la impresión de que el autor introducía en la novela contemporánea algunos rasgos por completo originales. Eso es raro porque, si se separan cada una de las piezas de sus estructuras literarias, ninguna de ellas parece original. La erudición, asombrosa cuando Sebald se refiere a otros escritores, al paisaje o a hechos de la historia, ya tiene un antecedente en Borges. El lenguaje de las narraciones, melancólico y de largos párrafos envolventes, recuerda la música de Proust y también la de Thomas Bernhard, que influyeron sobre Sebald tanto como Calvino, Kafka y Primo Levi. El uso de fotos, recortes y mapas es un recurso empleado en tres libros de Julio Cortázar: La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y Los autonautas de la cosmopista, aunque con una diferencia sustancial: los textos de Cortázar aluden a hechos reales, verificables; las obras de Sebald incluyen esos fragmentos de realidad para ilustrar ficciones.

Pero la pasión moral, la volun-

tad por encontrar las ruinas de la justicia en los actos de injusticia, que era el elemento dominante, resultaba, eso sí, algo inusual, casi anticuado. Se trataba de una pasión sin otra militancia que la de restituir a la condición humana la dignidad perdida.

Aunque en su lengua de origen, el alemán, la fama de Sebald está restringida a unos pocos miles de lectores, en castellano y en inglés tuvo un inmediato y abrumador éxito crítico. Acababa de aparecer en Estados Unidos y el Reino Unido su cuarto libro, Austerlitz, cuando la noticia del accidente de automóvil que le causó la muerte, en diciembre de 2001, permitió conocer algunos detalles de su anodina biografía personal. El lugar donde nació, a mediados de 1944, es un pueblito de los Alpes bávaros apenas rozado por las desventuras de la guerra. Después de sus estudios en Friburgo, vivió un tiempo como profesor de literatura en la Suiza francesa y en Manchester. Hacia 1970 obtuvo un cargo permanente en la Universidad de East Anglia, en Norwich, donde el caminante solitario de sus libros empieza a contar casi todas las historias. Su primera obra es un pequeño volumen de poemas en prosa, Después de la naturaleza. La última, Sobre la historia natural de la destrucción, que acaba de aparecer en alemán y en inglés, es un conjunto de cuatro ensayos en los que vuelven a desplegarse todos sus temas, como si Sebald se hubiera propuesto componer, con fragmentos intercambiables, un solo e infinito libro.

Austerlitz es, abiertamente, una novela. Sobre la historia natural no contiene un solo elemento de ficción; por el contrario, abundan las estadísticas, como en el periodismo, y la discusión intelectual, como en los artículos académicos. En ambos libros, sin embargo, hay una obsesiva investigación de las ruinas. El primer ensayo de Historia natural, que lleva el mismo título, se pregunta una y otra vez sobre la indiferencia -o la autocensura- con que los escritores alemanes han soslayado el relato de la destrucción de sus propias ciudades por la aviación aliada durante la guerra, comparándolo con el silencio que guardaron sobre el nazismo a partir de 1933. Lo que le inquieta en la historia -y le duele- es la muerte de los inocentes, los llamados "daños colaterales" que hacen estragos en la población civil, es decir, en quienes se abstienen de combatir o no pueden hacerlo.

Los tres ensayos restantes es-

tán dedicados a un menospreciado novelista alemán, Alfred Andersch, muerto a comienzos de los años setenta, que padeció el rencor y el resentimiento de los mismos intelectuales que callaron ante Hitler; a un ensayista austriaco-belga, Jean Améry, que sobrevivió a Auschwitz; y al pintor Peter Weiss, otro perturbado por la amplitud de los genocidios. ¿Cómo podría empezar una historia natural de la destrucción?, se pregunta Sebald. Su libro póstumo responde: por la admisión de que el pasado nos ha pasado, de que somos nosotros quienes, también, lo hemos hecho.

Como Claudio Magris y como algunos novelistas ingleses -Julian Barnes, A. S. Byatt-, Sebald escribe relatos en los que la conciencia del presente modifica la lectura de lo que vamos dejando atrás. Pero a diferencia de los otros, a Sebald le interesa sólo eso, el recuerdo de lo excluido, de lo derrotado, de lo que denuncia la crueldad y la ceguera de la especie humana. Denunciar, sin embargo, es un verbo excesivo para su obra, porque no hay en ella la menor intención redentora. Es como si la conciencia abriera de pronto los ojos ante la realidad, contemplara la destrucción y describiera lo que ve sin levantar la voz, con la garganta desgarrada.

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