Hacia el tapón perfecto
Circulo por la carretera de Girona a Palafrugell. La radio de mi asmático Opel no cesa de vomitar: lluvia de misiles, prisioneros humillados, niños muertos, pacifistas agresivos. El dolor y la cólera campan por sus fueros, pero en las dulces colinas del Empordanet la primavera se despereza deliciosamente. Superadas las humildes casas del barrio de la Barceloneta de Llofriu, entro en Palafrugell por el primer desvío. Dos notas significativas presiden esta entrada. La masía en la que residió Josep Pla y una fábrica taponera, con sus montones de planchas de corcho reposando al aire libre.
Muchos desconocen la importancia de las industrias corcheras de las comarcas del Empordà y la Selva. Es sabido que nacieron a principios del siglo XVIII estimuladas por la demanda de los embotelladores de la Champagne. La primera apareció en Tossa (1739), otras surgieron en Darnius y Agullana, pero se desarrollaron especialmente en las poblaciones que rodean a Les Gavarres, donde abunda el alcornoque: Palafrugell, Palamós, Sant Feliu, Llagostera, Cassà, La Bisbal. Al frente de esta industria floreció una clase dirigente culta, anglófila y afrancesada, que abrió mercados en todo el mundo, dio lugar a la apreciable arquitectura burguesa de estas poblaciones y explica la aparición de un tipo como Josep Pla (que no fue una flor de invierno ni era el payés que sólo aquel que no ha leído sus libros cree que era). La industria corchotaponera generó asimismo una curiosa casta obrera: orgullosa del trabajo artesanal, bien retribuida, con tendencia a subir el escalón burgués. Algunos aspectos cívicos de este gremio admiran: fer dilluns era, por ejemplo, darse el lujo de prescindir del salario del lunes a fin de dedicar la jornada al encuentro fraternal y gastronómico; una costumbre casi tan interesante como la de liberar a un compañero para que leyera mientras el resto trabajaba. Algunos tópicos ampurdaneses proceden de esta matriz: el carácter individualista y singular o la ironía con la que desde el Empordà se observan los gregarismos.
Los Vega Sicilia y los Moët Chandon coronan sus botellas con tapones de corcho de Girona, hechos en Palafrugell o en Cassà
Aquel mundo desapareció. La mecanización se cargó la artesanía, la materia prima encareció, los alcornoques locales fueron abandonados por los de Portugal o Extremadura. El plástico y los nuevos materiales aislantes dieron al traste con la mayoría de los productos derivados (los discos de corcho, por ejemplo, con los que en mi infancia se rellenaban los tapones metálicos). Con el boom turístico y el auge de la construcción, la industria corchotaponera declinaba. Las noticias en los periódicos de los años ochenta eran siempre negativas: incendios de fábricas o cierre de empresas familiares. En aquel momento, una joven generación de empresarios, presididos por Enric Bigas, tomó la iniciativa. Refundaron la asociación empresarial AECORK y reclamaron la atención de la Generalitat, que respondió creando el Institut Català del Suro (ICS). Ambas instituciones comparten la sede central en Palafrugell. Coinciden en los objetivos de máxima calidad y máxima competencia, y están dirigidas con sutil inteligencia por el mismo hombre: Joan J. Puig, una versión muy racionalista de los arcaicos visionarios ampurdaneses, un abogado de Palamós que, desde sus oficinas de Palafrugell, después de protagonizar la revolución de la calidad de la industria catalana y después exportarla a la industria y al Gobierno españoles, va a convertirse en el máximo gestor de la Confederación Europea del Corcho.
Visito las instalaciones de la AECORK y el ICS. Son modestas, no parecen sobradas de presupuesto. Por si fuera poco, están alejadas de Barcelona. Aunque a pie de industria. Aquí se trabaja, ciertamente, con sabor local. Discretamente. Pero con una formidable ambición cosmopolita. Se ha invertido la tendencia: era una industria en declive, ahora es puntera. Y modélica. Ha conseguido imponerse mundialmente en todos los registros: investigación, normativas, exportación. Las normas de calidad del Institut Català del Suro han sido reconocidas en las mismísimas Borgoña y Champagne. No es extraño, pues, que los tapones de Palafrugell o Cassà coronen los vinos de más calidad del mundo: desde los Vega Sicilia hasta los Moët Chandon, pasando por todas las marcas vitivinícolas que se agrupan en la exquisita Primum Familiae Vini. Casi el 60% del champagne francés culmina con un tapón de Girona, así como el 10% de los vinos del mundo, en su gama más alta (la baja se la llevan los tapones portugueses y, ¡atención!, el plástico, que los vinos populistas empiezan a aceptar sin pudor). "Los tapones catalanes son los más caros, pero son los mejores", afirman con frecuencia los bodegueros riojanos y de la Ribera de Duero. En la cultura del vino, cada vez más refinada, el tapón catalán aparece como el sello final de calidad.
En un momento en el que la industria catalana nota la competencia de países con mano de obra más barata, el renacimiento de la industria taponera indica el camino a seguir: autorregulación, normas estrictas de calidad, sinergia entre sector privado y poder político, reinversión. Joan Puig cree que el detalle más significativo ha sido la entrada de doctores en las empresas. Biólogos, ingenieros y químicos controlan el proceso: desde la composición celular del corcho hasta la física del tapón. Antes de marcharme, descubro en el laboratorio del ICS a otra estrella: la doctora Roser Juanola. Una joven menuda y sonriente. Una lumbrera. En su tesis (UdG) consiguió aislar el componente químico que hace arrugar la nariz a los entendidos cuando, después de catar un caldo, afirman ça sent le bouchon (sabe a tapón). Desde el laboratorio del ICS, Roser combate este componente a la búsqueda del tapón perfecto. De un tiempo a esta parte, siempre descubro a una chica docta y competente en el lugar adecuado: ¡lástima que Condoleezza Rice y Ana Palacio, que tontas no son, me estropeen el argumento!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.