Primavera en una Extremadura de leyenda
Trujillo, Cáceres y Guadalupe, tres paradas en el horizonte de dehesas
Torres y cigüeñas sobre un fondo de campo y huertos. Los colores de la estación que comenzó ayer iluminan las piedras que guardan la memoria de hidalgos y campesinos convertidos en conquistadores.
Nadie te prepara para Extremadura. Su nombre evoca el desierto, y recuerda la pobreza de los conquistadores que de ahí huyeron para conquistar selvas, imperios, oro y muerte. Extremadura es la tierra en la que Carlos V se vistió de monje y se retiró del mundo, el territorio del que Luis Buñel extrajo las imágenes de su demoledor documental Las Hurdes, tierra sin pan. Sin embargo, nada de todo eso nos prepara para el contacto desnudo con el esplendor de sus colinas verdes. Esos valles en los que los romanos dejaron perdidos acueductos, templos, bosques, cazadores, ovejas y aceitunas. En medio de las dehesas, los cotos de caza, los riachuelos, nos encontramos con la armónica y empedrada Trujillo, la imponente ciudad monumental de Cáceres, y el altivo monasterio de Guadalupe rasguñando el cielo. Cerezos en flor, ríos recónditos, pueblos erguidos sobre los siglos, una tierra fuera del tiempo, que está a sólo tres horas en coche de Madrid.
TRUJILLO La inconquistable
Extremadura no tiene visibles fronteras físicas, ni mares, ni enormes cordilleras, sólo una densidad distinta de aire que siente todo el que abandona Madrid y se aventura por la N-V hacia Portugal. Poco más allá de Talavera de la Reina, todo empieza a cambiar. En los bares de la carretera ya no venden discos de Joaquín Sabina ni de Cristina Aguilera, sino de Rocío Dúrcal o Raphael, y se empieza a escuchar el dulce acento del sur. A la entrada de Extremadura, los interminables prados dan paso a los muros de piedra, las suaves colinas con la silueta de roble ibérico. El cielo juega a acariciar los postes de luz y de pronto, levantándose sobre el granito, la silueta de Trujillo.
La villa vigila desde las torres de su castillo derruido un campo abstracto. Una red de dehesas, pastos y huertos. Una localidad de conquistadores que sigue siendo inconquistable. Para llegar a su corazón hay que trepar por sus callejones del siglo XVII con sus tiendas del siglo XXI hasta encontrarse desarmado ante la enorme plaza Mayor. El espacio monumental tiene algo de teatro. Un teatro del que no se puede evitar ser el involuntario actor. La estatua ecuestre de Francisco Pizarro, de Charles Rumsey (donada en 1929 por la viuda del artista), el palacio de la Conquista, la iglesia de San Martín, las escalinatas... todo recuerda que de ese pueblo mitad fortaleza, mitad catedral, los hermanos Pizarro huyeron con cientos de campesinos e hidalgos. Fundaron otros Trujillos, en Perú, en Venezuela, en México. Trujillos enormes, selváticos, desérticos, peligrosos y gigantescos que han logrado que Trujillo, el original, en cambio, permanezca casi intacto. Un Toledo sin turistas, que te impone respeto y silencio, que te hace sentir vergüenza por vivir en un siglo en el que no hay tierra que descubrir, ni aventura posible, ni hazaña loable.
Nada mejor para aliviar este centenario sentimiento de culpa que comer en La Troya, uno de los muchos restaurantes que dan a la plaza Mayor. Allí, antes de que pidas nada te sirven una tortilla de patatas muy respetable, una gran ensalada mixta y una selección de embutidos. Hay que pagarle a la dueña, una señora vestida de negro instalada a la entrada del comedor. Y después, a trepar por la ciudad. Las empedradas calles, la torre de la iglesia de Santiago, en la que duermen las cigüeñas, los palacios que los conquistadores erigieron para una vejez que la mayor parte (muertos en intrigas entre ellos en Perú) no llegaron a vivir.
Finalmente, desde los muros del castillo musulmán, una vista impresionante del paisaje de la huerta de Magdalena y la de las Ánimas. Las dehesas, las nubes lloviendo sobre un pueblo nuevo, un caserón perdido entre las murallas, los caminos verdes. Todo este panorama le lleva a uno a preguntarse si estos hombres silenciosos, que recorren estas tierras, cultivan otra cosa que no sea espacio. Inmensidad amurallada desde siempre, y más allá otra torre donde van a dormir las cigüeñas y la sinuosidad de un monte escondido. Tierra reconquistada con sangre, tierra de soldados y fronteras que explica por qué los conquistadores no sintieron miedo al recorrer el desconocido continente americano.
Venían ellos también de la inmensidad: eran pastores y eran guerreros, huérfanos e hijos naturales, para los que no había ya lugares dentro del pueblo. Niños de frontera, tuvieron que buscar nuevos límites al límite del mundo.
Descendemos nuevamente por la mojada calzada hasta la casa de Pizarro, que es, para ser preciso, no la del conquistador, sino la de su padre, Gonzalo el Largo, conocido mujeriego local. La encargada nos explica la compleja genealogía de los marqueses de la Conquista. Seguimos bajando hasta la iglesia de Santa María la Mayor, donde bautizaron y enterraron a Diego García de Paredes, el Sansón Extremeño (que aparece hasta en el Quijote), y el maravilloso retablo de Fernando Gallego.
Volvemos de nuevo a la plaza, bajo una suave llovizna, y de miedo de no poder salir de Trujillo nos vamos. Corren los conejos por la ruta, y pastan las ovejas debajo de los olivos, pero no vemos ni un solo campesino.
CÁCERES La ciudad escondida en la ciudad
La ciudad blanca de Cáceres es como la cáscara de un huevo que protege su rara y frágil sustancia. Cáceres esconde a Cáceres, o a su centro histórico. La ciudad monumental, toda de piedra, sus conventos, sus plazas que sobrevuelan una vez más los cotos de caza de los reyes. Como en Trujillo, la plaza de Cáceres es un inmenso teatro en el que uno imagina fácilmente que los versos de Calderón de la Barca y Lope de Vega podrían rimar. Muro musulmán, campanarios góticos, escudos heráldicos barrocos y palmeras que se ríen de toda esa solemnidad. Mezcla de estilo mudéjar, morisco, románico, barroco, todo ello durmiendo como los leones en la entrada de los palacios.
Basta atravesar el arco de la Estrella para penetrar en un mundo completamente coherente de callejuelas, iglesias y palacios, y algunos turistas que gastan rollos y rollos de fotografía sin poder captar toda la inmensidad del lugar. El palacio episcopal, el palacio de los Carvajal y el palacio Toledo-Moctezuma (que pertenecía a la hija del emperador azteca y del conquistador Juan Cano de Saavedra). La plaza de las Veletas y la torre de las Cigüeñas. Y nuevamente la sensación de recordar una vida que nunca has vivido. De comprender por qué Cortés y sus hombres se sintieron en casa en la ciudad de piedra y oro de Teotihuacán.
De pronto hay que salir para evitar el mareo. Ir a cenar al Figón de Eustaquio, en la gentil plaza de San Juan. Hay que respirar hondo antes de volver a la ciudad monumental bajo la luz de la luna (son dos mundos distintos). El consulado de Portugal dominando la nada, el conventual parador, la calle de los Golfines y finalmente, cuando el tiempo parece borrar sus contornos, volver nuevamente a la plaza Mayor y a la realidad, la otra Cáceres, la gentil ciudad de provincia que rodea y protege las callejuelas de la ciudad monumental, que actúa como un bálsamo, un muy necesario diluyente ante la perfección de piedra de ese patrimonio de la humanidad. La ciudad monumental es un imán del que de pronto hay que huir para buscar la otra Extremadura, la que uno adivina desde la plaza de las Veletas. Los campos que florecen bajo el cielo que se abre, las sierras sucesivas, la Extremadura desnuda de ciudades monumentales, de ruinas y de palacios. Un poco de primavera en estado puro camino a Guadalupe.
GUADALUPE Viaje al cielo de ida y vuelta
Camino al monasterio de Guadalupe, santuario de la Virgen morena, que se convirtió en la patrona de México (extraña coincidencia; los conquistadores llevaron consigo una virgen mestiza), las dehesas se rebelan contra la planicie. La sierra de Pedro Gómez precede a la de Guadalupe, sobre el granito crece el bosque. Los ríos violentos, los castaños y los cerezos, y las perdices que sirven en las mesas de los pueblos a la vera del camino.
Más allá del pueblo de Zorita, el camino serpentea sobre valles brumosos. Hay que parar, bajarse del coche y respirar el aire aún frío. Sobrecogedor espectáculo. El silencio, los caseríos, la niebla que se pierde entre los encinos, mientras una partida de codornices atraviesa el cielo. Después de llenarse los pulmones de esa paz hay que seguir porque a cada vuelta de la ruta hay una sorpresa. El pueblo de Cañamero, en el que los viudos saludan a la vera del camino; una torre sin iglesia; puentes medievales y romanos; cataratas que van a dar a un embalse perdido, y finalmente, trepando lo más alto que puede, el monasterio de Guadalupe, abrazado al pueblo del mismo nombre.
Incrustado en el monte, Guadalupe es a la vez convento, iglesia y castillo. Fuerte de fronteras y lugar de peregrinaje. El pueblo apenas se atreve a mirar hacia arriba la nave de la iglesia gótica mudéjar. El enorme templo de piedra contrasta con el pequeño pueblo blanco de cazadores y campesinos. La historia de España y América ha desfilado por los patios del convento sin que el pueblo se inmute. En la fuente del convento fueron bautizados los dos indios que trajo Colón. Ahí también los Reyes Católicos le agradecieron a la Virgen la toma de Granada. En el comedor del convento se refugia el aire solemne. La comida es abundante y bastante buena, servida en un salón sacado de una vieja película de Drácula.
Bajamos del cielo, camino a Madrid, encontrándonos con la ermita del Humilladero, construida al principio del siglo XV para que los cautivos redimidos adoraran a la Virgen morena. Uno de esos cautivos (aunque no precisamente un redimido) fue Miguel de Cervantes Saavedra, que le dedica a estos parajes textos en Los trabajos de Persiles y Segismundo. Más allá podemos contemplar los altos del monte Cervales. Alrededor de la carretera vuelven los conejos, los ríos, los castaños y los cerezos. Los pueblos que duermen a la orilla del camino de la región de los Ibores, famosos por su queso. Camino de peregrinos que descansaban en la iglesia de San Pedro, monumento del siglo XVI. Un puente sobre el Tajo, y más allá, las ruinas romanas, que es lo único que se ha salvado de la sumergida Talavera la Vieja (el pueblo hoy yace bajo el embalse de Valdecañas). Un templo a Augusto, y los puentes medievales donde corren las ovejas, y por fin el embalse de Valdecañas.
En sus frondosas orillas, en su florecida frontera, se quiebra para siempre la imagen de una Extremadura árida y arisca, de una tierra pobre y apartada que cambió la faz del mundo sin cambiar nada de ella. Dejando atrás el bosque, una barca solitaria que pescaba en el embalse, tomamos la N-V a ver si en el paseo del Prado ya han florecido los castaños.
- Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es autor de las novelas Memorias prematuras y Comedia nupcial (Debate).
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