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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Palabras mayores

Los diarios de un escritor son, o deberían serlo, sus soledades. Claro que existen muchos otros que parecen más bien un carnet de baile o asientos de checa, y que en los verdaderos diarios no suele caber toda la radical soledad de su autor. Pero eso es lo que de partida es un diario, al igual que un diario es, de llegada, otra soledad no menos radical: la del lector de diarios. Este que ahora comentamos, que José Jiménez Lozano ha querido titular Los cuadernos de letra pequeña, es el cuarto de una serie de sucintos volúmenes que vienen apareciendo desde hace quince años. Lo ha llamado así porque hace referencia a la particular caligrafía de su autor, especialmente menuda y arácnida, pero no es menos cierto que muchos de los asuntos que trata en sus páginas son palabras mayores, o sea, esas que han de pronunciarse siempre en voz baja. Teniendo en cuenta que en un diario de lo que se habla es de la vida y, sobre todo, de la vida del alma, sería un poco ocioso recalar en algunos datos, pero otros tal vez los agradecerán.

LOS CUADERNOS DE LETRA PEQUEÑA

José Jiménez Lozano

Pre-Textos. Valencia, 2003

256 páginas. 17 euros

¿Qué nos dice Jiménez Lozano? Que pese al mal es posible la bondad del hombre

Empezó publicando Jiménez

Lozano sus diarios en 1986, en una modesta editorial de provincias. Tenía por tanto 56 años. Ya no era joven. El escritor y el hombre que era daban ya frutos maduros. No obstante, aquel diario, que se tituló Los tres cuadernos rojos, recogía notas que iban de 1973 a 1983, o sea, de sus 43 a sus 53 años. A esa edad muchos hombres notables para el pensamiento occidental ya habían muerto en cualquiera de los siglos precedentes. Por tanto hablamos siempre de alguien que tendrá, para escribir sus íntimos pensamientos, el doble privilegio de la serenidad y la inteligencia, facultades que suelen desarrollarse con el tiempo, si se está por esa labor. Le siguieron otros dos volúmenes, Segundo abecedario y La luz de una candela. En todos ellos, en notas previas, se nos advertía que lo aparecido en sus páginas era una selección de lo escrito durante el periodo recogido. En éste, que va de 1993 a 1998, se nos vuelve a recordar lo mismo, o sea, que lo publicado no es sino una parte de lo que había en unas libretas que han ido a parar finalmente a la hoguera, una vez cosechadas. Conociendo el poco respeto que le tiene Jiménez Lozano a las supercherías modernas y al fetichismo, hay que ver en esa confesión de que quema sus manuscritos una autocomplaciente travesura, más o menos diabólica. Esas hogueras, suponemos, las hará en el jardín de su casa. Se trata de la misma en la que le veíamos hace poco tocado con un gorro de cosaco para proteger su calva, y en la que él ha puesto esta leyenda: "Petit Port Royal", pero cuando le preguntan qué significa, él se encoge de hombros. De según qué cosas, y en estos tiempos, cuantas menos explicaciones, mejor (digamos, sin embargo, que Port Royal es a la Iglesia lo que los sudistas a los americanos: perdieron, pero les quedó el halo de su derrota como bandera). No obstante nos dirá en alguna parte de estos diarios: "En resumidas cuentas, el problema literario y estético que se planteó en Port Royal fue el de cómo decir la verdad sin arte, puesto que el arte implicaba artificio, con el resultado de producir un ens fictum, mentira, embellecimiento de la realidad". Ésa es también la mejor manera de meternos en la literatura de este hombre, cuya singularidad y catolicismo tantos equívocos le ha deparado. No en vano es él quien ha ido a fijarse en esta frase de Schopenhauer: "Me consuela que no soy un hombre de mi tiempo", lo cual, por otra parte, tampoco está tan alejado de aquello de que "mi reino no es de este mundo". Todo ello le ha llevado, apoyándose en una idea de Jünger, a pensar que la literatura nos permitirá a veces llegar más lejos en la naturaleza de las cosas que la propia vida, porque a veces es más vida y más irreducible que ella, sin que por eso pierda de vista lo esencial, la propia sustancia del espíritu. Lo dice también él de otro diarista célebre, Cheever, de quien se apiada: "Un fracaso literario es realmente una broma, por mucha literatura que se le eche".

Y así entramos ya en lo que

son

estos diarios. Como en todos los suyos no hay entradas por días, sino trozos, fragmentos, relucencias, que diría él. La mayor parte de esos fragmentos se los arranca una noticia del periódico, una inquietud espiritual, las trampas de la cultura moderna, el descreimiento contemporáneo, un libro. Raramente su privacidad, a salvo. De muchos libros se habla aquí. Se trata casi siempre de autores suyos, de antigua frecuentación, caminos amenísimos, pero de escaso tránsito en la modernidad: Hanna Arendt, Edith Stein, su amada Weill, Etty Hillesum, Flannery O'Connor, Carson McCullers, Maria Messina y todos aquellos a quienes llama "avisadores", los que desde hace siglos han ido advirtiendo al hombre de los peligros que corremos: su Spinoza, su Pascal, su Descartes, su Montaigne, su Kierkegaard, su Dostoievski y todos sus frailecitos y monjeruelas, los sanjuanes y santateresas del misticismo español, sus messiers y mesdames portroyalinas. Y se dice aquí que son suyos, porque suyos los ha hecho desde hace ya tantos años, ¿para decirnos qué? Que pese al mal es posible la bondad en el hombre; que la verdadera historia es la que acontece a los seres humildes y que la vida cotidiana está llena de recónditos tesoros que convierten esta vida en una verdadera gloria, como lo fue para Unamuno la vieja carretera de Zamora de sus entretelas.

Pedía Descartes que sus escritos se mirasen al trasluz. Al trasluz han de leerse estos cuadernos de letra pequeña, tan llenos de revelaciones y celebraciones, como cuando nos habla de ese gallo que se confunde con un claror imprevisto y prematuro y se echa a cantar, "por si acaso". Nos dice entonces Jiménez Lozano que "una alegría, aunque sea por algo que no es verdadero, vale más que la certeza de algo que es triste", y aunque por modestia él no nos hable de lo verdadero de sus escritos, tan cuajados de auténtica cultura (y de ello da fe este reciente y magnífico libro suyo de artículos, Ni venta, ni alquilaje, Huerga & Fierro, que ha de leerse a la par que estos diarios, puesto que están escritos con igual intimidad), hemos de ser nosotros quienes diagamos que la alegría por algo verdadero es, como aquí, una alegría doble.

José Jiménez Lozano (Ávila, 1930), en el jardín de su casa, en Alzarén (Valladolid).
José Jiménez Lozano (Ávila, 1930), en el jardín de su casa, en Alzarén (Valladolid).AGUSTÍN CACHO

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