De rebajas
En estos días que corren, lluviosos y destemplados, de enero del 2003, una muchacha llamada Mariquita Roncesvalles -cuya historia contaré en octosílabos blancos- se presenta en las rebajas de unos grandes almacenes provista del miriñaque que heredó de su familia. Con una bronca de aúpa por lucir tales arreos la despide su mamá, que, a punto de jubilarse, no se sabe bien de qué, lee el porvenir en los naipes de don Heraclio Fournier a una clientela rácana, que paga con dos besitos el dictamen favorable, y si le vienen mal dadas suele mentarle a su madre, la conocida prendera de la calle de la Abada que en nuestra cruda posguerra se dedicaba a la usura sin practicar exclusiones políticas o raciales, pues abría su despacho -y su sedienta entrepierna- a todo bicho viviente, y a cambio de la alianza de pedida en matrimonio entregaba sangre frita o puré de San Antonio, que a este extremo de largueza se ha llegado entre los pobres.
La madre de esta prendera descendía de otra dama de facciones trogloditas y de un torso cincelado cual la grupa de un camello, pues de la doble joroba de su divina pechera sacó el máximo partido en tiempos de Alfonso XIII amamantando al bastardo del señorío andaluz, madrileño y vizcaíno. Y esta señora fue cría -paradojas de este mundo- de una mujer de la vida que en un burdel de Arganzuela realizaba su trabajo con harto dolor del cuerpo y pesar del corazón, dado que era su querencia ser hembra de un solo hombre, Exuperancio Posturas, el renombrado torero nacido en Navalcarnero, que a orillas del Manzanares reventó de una estocada a un prófugo del toril, un caballero a la antigua, castizo, perdonavidas y empalmado infatigable -de pasmosas prestaciones, dicen las que lo probaron-, que siempre la quiso bien, mas para pasar el rato en concupiscente holganza y no para desposarla por la Santa Madre Iglesia.
Como estos antecedentes no eximen a Mariquita del recelo del experto -pues ecce homo parece cuando se engalana el cuerpo-, no extrañará que los guardias de los grandes almacenes sospechen cuando la atisban con el protestado atuendo: coleta que se prolonga desde la cresta hasta el coxis, cual doble espina dorsal; pendientes en las orejas que bajan hasta sus hombros, a modo de estalactitas; un anillo diminuto que el labio inferior perfora; arandela en las narices igual que los africanos necesitados del Domund; en la garganta, el dogal de huesecillos salvajes ensartados con paciencia por píos ecologistas; por calzado, unas abarcas de campesina bretona o de coro de Maruxa -también Molinos de viento-; en la pierna, gorda lana de cabrito emasculado, y de ahí hasta más arriba -esa zona que el pudor ni la compra ni la vende-, el miriñaque aludido en el párrafo primero, una especie de canasto que abomba sus mantecosas traseras y delanteras. Y si algún lector deduce que Mariquita patina por exhibir esas trazas en un día de rebajas, cuando más práctico fuera vestir moñales, belfucas, jotambres, costralupecios, roldanios y cadofutis, le diré que es estrategia pensada por Mariquita cuando sueña con la gloria de una cámara indiscreta que la saque por la tele.
¡Qué bonitas las rebajas, perla del Mediterráneo! Lo cantan los altavoces de los grandes almacenes, y Mariquita lo baila con desplantes y vaivenes propios del trastabillado, que ahuyentan a la clientela. Por locatis y gamberra los guardias la reconvienen, y en el cuarto de calderas la registran marimachos. Del cacheo se deduce que Mariquita albergaba en sus fajas y refajos lo que encandila a un diabético: sopa de almendras, bizcochos, caramelos, gominolas, leche condensada, flanes, nata líquida, turrones, y bombones de licor. El malicioso interroga: "¿Tienes los justificantes de tantas adquisiciones?". Mariquita reacciona: "Me lo pide mi ADN, ¿quiere usted mejor aval?". Al despojarla de ropa, aparece el miriñaque repleto de mercancía que no pasó por taquilla: transistores y compactos, consolas, tampones, blusas, fragancias y pan de molde. "Soy presunción de inocencia", alegará Mariquita. "Se te va a caer el pelo", le pronostican los guardias. Y en el nombre de la ley, de las reglas del mercado y la propiedad privada, zurran sin contemplaciones su cresta de puercoespín. "¿Aquí quién roba primero?", desafía Mariquita, intentando protegerse de la tunda de los guardias. "¡Pero si bajamos precios!", le replica el comerciante con el dengue socarrón del avariento Harpagón. Se la empapela por hurto, se manda aviso a su madre -que de pitonisa falla más que escopeta de feria-, y en el furgón celular se la conduce ante el juez.
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