_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mitades

Cuando una persona sufre una mutilación en un accidente y tiene que despedirse de una de sus extremidades para cambiarla por un sustituto de madera o fibra de vidrio, es frecuente que algunas veces sienta molestias en el codo que le quitaron, que el pie que se marchó pique a la altura del tobillo y le haga inclinarse con el fin de rascar al impostor que no es de carne. Los psicólogos conocen este fenómeno con el nombre de síndrome del miembro fantasma: pedazos de nosotros dejaron de formar parte del rompecabezas y seguimos notando su ausencia de una forma física, como si el vacío que han dejado tuviera forma y volumen y pudiera palparse. Pienso en ese síndrome cuando leo la noticia de que un denodado equipo médico del hospital Virgen del Rocío de Sevilla ha conseguido desgajar a dos siamesas que la naturaleza había traído soldadas a este mundo, y me pregunto si ellas sentirán a su modo, también, esa carencia de los pacientes amputados. Tal vez, en su vida adulta, las siamesas experimenten que les falta algo a cierta altura del cuerpo que no logran determinar, tal vez un pálpito se haga manifiesto en un tercer brazo desaparecido o busquen calmar la inquietud de un intestino que no está ahí.

Esa nostalgia no sólo tendría que limitarse a la carne y el hueso, también podría hacerse manifiesta en los órganos del alma. Existe una anatomía oculta que copia la que es visible para el resto de las personas, y es el cuerpo de nuestras emociones, recuerdos, temores y dudas: la imagen de nuestro primer amor o de un paisaje remoto que vislumbramos en la adolescencia constituye una parte más íntima de nuestra identidad que el dedo meñique o que el cabello que diezmamos cada vez que acudimos a la peluquería. Quizá la mitad del alma de una de las siamesas haya quedado aprisionada en la otra y esa otra esté repleta de sentimientos o premoniciones que no le pertenecen; y quizá en el futuro, quién sabe, la tristeza y la alegría se contagie de corazón a corazón sin necesidad de contacto directo, sólo a través del confuso circuito del parentesco, porque ellas fueron al inicio de la vida una misma carne y un mismo espíritu que los bisturís divorciaron.

En un hermoso pasaje de El Banquete, Platón explica que los hombres son las sobras de una raza antigua y contradictoria que compartió la Tierra con los dioses antes del estreno de los siglos. Estas criaturas eran hermafroditas, circulares, constaban de dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas, y subían las laderas rodando como el aro con el que juegan los niños. El pecado de soberbia, el mismo pecado de todas las tragedias griegas, atrajo hacia ellos la furia de Zeus y una lluvia de rayos hizo que cada uno quedara dividido en dos, que los círculos se partiesen y en su lugar restaran seres huérfanos con cabezas impares. Desde entonces, un magnetismo irresistible nos arrastra hacia el prójimo, en busca de aquel fragmento que perdimos y que sigue doliéndonos en cierta zona de la sangre: esa es la naturaleza del amor. En el fondo, todos somos siameses como esas niñas del hospital de Sevilla y todos sentimos demasiado a menudo que nos hemos quedado solos, que un apéndice imprescindible de nosotros se perdió en una sala de operaciones que no podemos ubicar.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_