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Columna
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El banderazo

Trataba el ministro Zaplana de reducir el tamaño del decretazo y se congratulaban de ello los líderes sindicales, cuando hete aquí que el Gobierno fragua un banderazo, despliega una bandera española casi tan grande como una plaza de soberanía y la instala en la Castellana para que cada mes reciba patriótico homenaje. El ministro español de Defensa, o de la próxima guerra contra Irak, es lo mismo, comunica que esa banderaza procede de una idea antigua de Aznar y habla de la sagrada tela como emblema de nuestra unidad de tierra, sangre y lengua, por encima de Rh negativo y de hepatitis distanciadoras, para terminar con un ¡Vivaepaña!, sin s, un ¡Vivaepaña! de sargento orgánico, según la certeza unamuniana de que los españoles nos regimos por órganos.

Informó el señor ministro español de guerras norteamericanas que la idea de ese homenaje mensual a la bandera en la plaza de Colón se incubó en el cerebro de Aznar hace un año, antes de que a Ibarretxe se le ocurriera el imaginario de Euskadi como Estado asociado de España. Tal vez el ensueño banderil fuera consecuencia del mucho uso que los medios hicieron de la bandera norteamericana después del 11-S y de la mucha envidia que Aznar experimenta cuando comprueba la presencia constante de la bandera imperial en la vida cotidiana de los USA, así como el poder contar con un himno cantable que repite insistentemente: 'América..., América...'.

Desde su adolescencia, Aznar vive la nacionalcatólica angustia del patriota insuficiente y ahora puede ponerle letra al himno real, hacer jurar banderaza mensualmente y versificar el pasodoble Suspiros de España. Entre decretazos y banderazos, Aznar finaliza el mandato con maneras de caudillo y sospechemos que aunque cumpla su promesa de abdicar, un día volverá, no como el padre del Pijoaparte al Guinardó o como Gloria Swanson a Sunset Boulevard, ni como el rey Arturo a Bretaña o el general McArthur a Filipinas, sino como Santiago y cierra España vuelve cada vez que este país pretende sacarse la faja. Veinticinco años después de la Constitución de 1978, cautivo y desarmado hasta el último rojo, los ganadores de la Guerra Civil amenazan con cubrir sus últimos objetivos democráticos. La II Transición ha terminado.

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