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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Échale a él la culpa

Son las dos de la madrugada. Has salido de juerga con tus amigas y aquí me tienes, meditando, mientras hago zapping y en la pantalla del televisor se suceden escenas inconclusas: un partido de fútbol al otro lado del océano, un tipo atravesándose la mejilla con una gran aguja, una serpiente engullendo a un lagarto, una amapola junto a una carretera, una vieja india de piel arrugada que canta quejumbrosamente al anochecer... Trato de convertir estas horas sin ti en un tiempo útil para pensarte como si fueras lo que siempre debiste seguir siendo cuando pensaba en ti: aquella persona independiente y libre que un día ya lejano tuvo el gesto generoso de entregarme su amor. Pero el amor nos transforma, nos hace creer que somos dueños de los otros, nos convierte en ridículos espías, en jueces implacables que condenan sin pruebas y comparten sus penas con el reo, porque el celoso encuentra en su absurdo pecado su absurda penitencia. El amor nos confunde como si fuera una bebida fermentada, nos reblandece las entendederas y trata ahora de que vea en tu fiesta una traición.

Para no caer en sus burdas trampas me regaño con los nombres que cuadran a quien se deja embaucar por tan marrullero charlatán: egoísta -me digo-, ridículo, inseguro, celoso, gilipollas...Como una cura de humildad pienso en ti divirtiéndote sola: te imagino bailando y mirando a otros hombres. Al calor del alcohol, le confiesas a una amiga todas esas cosas que te irritan de mí sin que yo lo sospeche y, al menos por unas horas, saboreas una vida distinta, llena del recuperado brillo de la libertad, que esta noche te tienta porque eres humana, aunque no me haga gracia.

Son las cuatro de la madrugada y, mientras en la tele la programación va limitándose a esos espacios comerciales en los que dos tipos de cuerpo perfecto, macho y hembra, tratan de vender al resto de la población una faja electrónica que, sin ningún esfuerzo por su parte, habrá de convertir sus asendereados físicos en esculturas del maestro Fidias, yo voy cayendo en la cuenta de que tienes tus dudas acerca de pasar el resto de tus días junto a mí, como yo dudo a veces, y de que también te aburres, como me aburro yo, y de que incluso algún día habrás soñado follar como una loca con el tipo que anuncia la colonia de moda, como yo sueño cada noche hacerlo no sólo con la modelo que anuncia el yogur desnatado, sino casi con todo aquello que lleve faldas y se mueva a mi alrededor. Para calmarme un poco tras la última idea, la que te representa feliz, a horcajadas sobre un tío musculoso con una polla dos veces más grande que la mía, me digo que el amor es un juego donde cuentan mucho más los faroles que las cartas, y procuro ponerme razonable, pensar que es más hermoso que me quieras porque existen las fiestas, y las dudas, y los cuerpos de anuncio de colonia.

Son ya las seis de la madrugada y aquí me tienes, observando en la tele, hipnotizado, la carta de ajuste, como si en ese anagrama de la soledad en vez de un estúpido entramado de rayas de colores mis ojos vieran, por arte de magia, el trasero de Ana Galiena. En fin, me he ido un poco por las ramas. Lo que quería que supieras al escribirte estas líneas es que entiendo mejor de lo que piensas ciertas cosas, que comparto todas tus flaquezas, que soy tu semejante, que he pensado besarte en cuanto llegues a casa; y que es el amor, ese tipo grotesco y marrullero, el que va a hacerte daño con palabras absurdas de reproche cuando vuelvas, ¡porque ya estás tardando, mala puta!

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