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Entrevista:CARMEN ALBORCH | ESCRITORA | ENTREVISTA

'La izquierda nunca ha creído que la cultura fuera una mercancía'

Carmen Alborch da la cita en el bar de un hotel muy luminoso y abigarrado. Cuando llega, todavía se anima más. Viene de vender sus libros. El último, Malas, que va de mujeres, la ha confirmado como escritora.

Pregunta. Usted fue la última ministra de Cultura del socialismo. ¿Hay ya suficiente experiencia como para evaluar si, realmente, existen grandes diferencias entre una política cultural de derechas y otra de izquierdas?

Respuesta. Sí, hay grandes diferencias. No es un empeño de marcarlas. Ojalá no existieran. Pero es evidente que a la derecha le falta ambición cultural. No acaba de creerse esa idea de que la cultura tiene que ver con la calidad de vida, y que, por tanto, debe impregnar nuestras vidas.

'La capacidad de experimentar placer con una obra de arte no tiene nada que ver con la ideología. Pero sí creo que es diferente la manera como los Gobiernos propician que los ciudadanos tengan acceso al arte'
'A la derecha le falta ambición cultural. No acaba de creerse esa idea de que la cultura tiene que ver con la calidad de vida, y que, por tanto, debe impregnar nuestras vidas'
'Lo más importante para la izquierda es la creación de una sensibilidad, de un mayor espíritu crítico, que al final es lo que puede devolverle la hegemonía'
'Lo que ahora dicen los profesores es que los ciudadanos aún no se han dado cuenta del deterioro que van a suponer para la enseñanza las reformas del Gobierno'

P. No es muy concreto todo eso.

R. Concretemos: siempre decíamos que Esperanza Aguirre o Miguel Ángel Cortés tenían como prioridades la lengua -es decir, el castellano- y el patrimonio histórico -es decir, las catedrales-. A partir de ahí, el liberalismo absoluto. Se preguntaban para qué había que subvencionar la ópera o por qué era necesario apoyar a los creadores. Ese tipo de preguntas, y sobre todo ese tipo de respuestas, continúan vigentes con Pilar del Castillo. La diferencia es clara. La izquierda nunca ha creído que la cultura fuera una mercancía. Y lo hemos mantenido aquí y fuera de aquí; por ejemplo, con el tema de las majors norteamericanas y los acuerdos del GATT. Se habla de productos culturales, y seguramente es una expresión equívoca: pero, desde luego, los dichos productos culturales no son equiparables a una mercancía. Mire, el Partido Popular ha vivido una gran época de bonanza económica: ¡no se ha visto en absoluto que pensaran en la cultura al hacer sus presupuestos! Es posible que se hayan ocupado de las grandes instituciones; pero, desde luego, no han tejido la trama que hace posible el vivir la cultura de una manera cercana, que la cultura, en fin, impregne tu vida.

P. La izquierda española, hablando en general, sigue pensando que gestiona en propiedad la denominación de origen de la cultura.

R. Es verdad que, en otras épocas, la cultura era una bandera para la gente de izquierdas. Durante el franquismo teníamos unas ansias de saber y de libertad, de ver cine y teatro, de leer libros... Estaba obviamente vinculada con lo prohibido. Es probable que a nuestra generación esa sed le haya marcado especialmente. La capacidad de experimentar placer con una obra de arte no tiene nada que ver, desde luego, con la ideología. Pero sí creo que es diferente la manera como los Gobiernos propician que los ciudadanos tengan acceso al arte. Un ejemplo: los socialistas empezamos a construir la Ciudad de las Artes en la Comunidad Valenciana. Ahora ya no se sabe qué es esa ciudad: se ha convertido en un batiburrillo que cada vez tiene menos que ver con el arte y más con el espectáculo. En Alicante tenemos la Ciudad de la Imagen y Terra Mítica. O sea, puro espectáculo turístico. Y sin embargo, en Écija, por ejemplo, no hay bibliotecas municipales. El Gobierno tiene la obligación de facilitar que la gente pueda descubrir los placeres de la cultura. La cultura sirve para democratizar, para extender la sensibilidad. Creo que nosotros aplicamos con mayor convicción este punto de vista.

P. Feamente: a todo eso se le llamó dirigismo.

R. Ése es el callo, sí.

P. ¿...?

R. Creo que hemos sido conscientes del problema y hemos tratado de evitarlo. Pero esa atracción mutua entre la cultura y el poder no es reciente. Ha habido épocas en que se ha dicho: lo que necesita el pueblo es esto. El antídoto del dirigismo es fácil de enunciarlo: se trata de escuchar. De escuchar a los creadores y de estar atentos a los gustos del público. No sé, es muy elemental. Pero se requiere una cierta sensibilidad. El dirigismo es una estupidez, pero programar sólo en atención a la audiencia es otra estupidez. En el IVAM de Valencia se expuso a Sorolla. Está bien. Hubo colas. Pero no siempre se puede jugar sobre seguro. No siempre se debe insistir en lo que ya se sabe. La obligación cultural de las instituciones es también abrir caminos.

P. Hay quien detecta otro rasgo de la politica cultural y educativa del Partido Popular: el ajuste de cuentas a una generación que se identifica con el exceso. ¿Lo detecta?

R. Sí, hay un intento de reescribir la historia. De borrar sucesos, personas, generaciones. Se ha dicho que el propio Aznar se ha negado a promocionar políticamente, en su propio partido, a gentes de nuestra generación. Seguramente habrá excepciones, pero sí creo que éste es el talante general. Y en ese ajuste de cuentas, en ese borrado de la memoria, se incluye, de manera destacada, la época socialista, naturalmente. El problema no es que borren a los dirigentes, asunto que tiene una importancia particular y relativa. No, el problema es que excluyen a millones de personas que se identificaron y se identifican con nosotros. Antes hablábamos de dirigismo. Tiene usted razón: el dirigismo ha sido un problema tradicional de la práctica cultural de la izquierda. Pero hay otros dirigismos de los que se habla menos. Por ejemplo, de esa manera de intervenir en la voluntad de las personas y en las formas de vida de las personas, con la televisión, con los toscos mensajes que se lanzan de triunfo fácil, de banalización de la vida.

P. ¿En ese hipotético ajuste de cuentas se siente usted concernida personalmente?

R. Yo me siento al margen. Cada vez más al margen. En mi ciudad, por ejemplo, hay muchos lugares en los que ya no me reconozco. Por ejemplo, en Valencia hay cada vez más procesiones. Es decir, una cierta cultura, un cierto espíritu, una cierta estética se expande. Lo que sucede es que yo, por fortuna, tengo muchos mundos en los que, independientemente de quien mande, me siento muy bien y muy cómoda.

P. Se dice que ustedes menospreciaron la cultura del esfuerzo.

R. ¡Negativo! Hemos trabajado y seguimos trabajando muchísimo. Lo que les..., bueno, otra cosa es que también nos hayamos divertido muchísimo. Cuando se es joven y se tiene energía, uno se puede divertir, y trabajar, y comprometerse en muchos ámbitos: hay energía y hay ambición. ¡Que no nos hemos esforzado...! Si se interesan por mí, que sepan que yo a los 25 años era doctora en Derecho, premio extraordinario, y que enseguida saqué mi plaza en la universidad, precisamente por esa ansia de vivir y de hacer muchas cosas. Lo que sucede es que éramos exuberantes, y la exuberancia siempre molesta. Pero no dejábamos de ser exuberantes en el esfuerzo.

P. ¿Especialmente exuberantes?

R. Sí, era una época... Queríamos aprenderlo todo y disfrutar de todo. Es decir, algo que es común a toda juventud. Pero es que además queríamos ser libres, que ya es algo específico de nuestra época. Nos sentíamos muy implicados en lo que pasaba: no estábamos así, como mirando la vida

P. ¿Y esa otra acusación de que no han sabido organizar vidas fértiles al margen de las formas de vida tradicionales?

R. ¡Ah, no! ¡Yo creo que nos hemos organizado divinamente! La crisis de esas formas de vida ha producido gente más libre, con más posibilidades, y menos hipócritas a la hora de desarrollar sentimientos y vivencias. Creo que eso no tiene nada que ver con el todo vale con el que a veces nos caricaturiza la derecha. Nosotros veníamos de una sociedad con muchísimas restricciones y con un único modelo de familia y un único modelo de ser mujer. Evidentemente no se puede cambiar el mundo sin romper unos cuantos platos. ¿Pero en qué ha acabado germinando todo eso? Pues en la posibilidad de que las personas puedan pasar por diferentes estados civiles a lo largo de su vida, y en que incluso la soledad sea respetada. Nos dicen que ahora hay más problemas psicológicos y más graves, ¡y lo único que pasa es que ahora uno puede pedir ayuda sin necesidad de esconder sus problemas! Hay conflictos que son necesarios para crecer.

P. Todo este discurso se ha plasmado, en especial, en la política educativa. Hay una acusación muy transparente de que ustedes llevaron a las aulas la complacencia en la ignorancia, el caos y la arbitrariedad.

R. No estoy de acuerdo. Yo, como no he tenido hijos, no he seguido el día a día del tema, lo conozco a través de los medios de comunicación y de las discusiones políticas; pero para mí tiene mucho valor lo que me dicen los profesores y profesoras: no tienen ninguna esperanza en las reformas educativas actuales.

P. No parece que tampoco antes las tuvieran.

R. Antes se quejaban de las dificultades de ejercer su trabajo más que del ideario o la inspiración de la política educativa. Se quejaban de que no siempre su esfuerzo se valoraba. Lo que ahora dicen los profesores es que los ciudadanos aún no se han dado cuenta del deterioro que van a suponer para la enseñanza pública las reformas educativas del Gobierno. Y lo dicen profesores que eran también críticos con nuestros programas.

P. No creo que la izquierda haya entablado un gran combate ideológico frente a esas acusaciones. Parece como si sólo pensaran en volver a ganar las elecciones y en modificar luego todo lo modificable.

R. Quizá es que se está haciendo otro tipo de trabajo, que es estar más en el entramado que en la declaración; en contactos con sectores, con grupos, con los profesionales, con los padres... A mí me da esa sensación. Porque a la hora de plantear alternativas tienes más posibilidades de acertar si recopilas información y ves cuáles son las quejas de unos y otros.

P. Creo que la cuestión es más profunda: en toda Europa, la derecha plantea la impugnación de muchos de los valores que monopolizaron el pensamiento y la práctica cultural del último medio siglo.

R. Hay muchas preguntas y muchas hipotéticas respuestas, pero la izquierda no sabe cuáles son las correctas. Por eso a mí me parece prudente indagar aquí y allá, escuchando a la gente... Hay problemas completamente nuevos. Desde luego, no quiere decir, para nada, que hayamos desterrado los antiguos ideales: sólo que quizá ahora tengan unas aplicaciones diferentes, más complejas, no tan claras. Por ejemplo, el asunto de la reducción laboral a 35 horas en Francia. Martine Aubry creía que iba a beneficiar a la clase trabajadora, y realmente no ha sido así. Otra cosa que se ha constatado en Francia ha sido que la desconexión entre los políticos y la ciudadanía se ha concretado en la abstención de mucha gente de izquierda. En fin, vas constatando insatisfacciones. Hay que reconocer que estamos en un momento de transición, de cambio social, muy complicado, y que el desconcierto es natural.

P. Usted formó parte activa de un proyecto político. ¿Qué hicieron mal?

R. Creo que no insistimos suficientemente en la educación en profundidad. No invertimos lo que debíamos en la formación y en la educación en el sentido más amplio de la palabra. Tampoco trabajamos lo debido en la formación de profesionales relacionados con el mundo de la cultura. Lo más importante para la izquierda, desde el punto de vista político, es la creación de una sensibilidad, de un mayor espíritu crítico, que creo que al final es lo que acaba funcionando y lo que puede devolverle la hegemonía política. Se trata, para resumirlo, de facilitar que los ciudadanos no se sienten desarmados ante el televisor, de que tengan suficiente criterio como para distinguir entre lo real y lo virtual, y que cuando estén viendo basura lo sepan. Y el camino para aprender todo eso comienza en la escuela.

P. La telebasura, ¡y pública!, empezó con ustedes.

R. La violencia o la telebasura empezarían con nosotros, pero en una porción mínima. Pero es que ahora... El problema ahora es la uniformidad, la tendencia a un gusto único que no se corresponde con la pluralidad social. La sociedad española que se ve en la televisión es mucho menos diversa que la real.

P. ¿Usted cree que la izquierda está sabiendo encarar algunos de los nuevos problemas culturales; el hecho, por ejemplo, de que España esté al final de Europa en el uso de Internet o el destino que quepa buscar para los embriones congelados?

R. Son ejemplos de lo que antes le comentaba. Lo nuevo irrumpe, y es difícil tomar decisiones porque no tenemos la información adecuada. Ahora bien, yo creo que se ha de subrayar el fracaso cultural y educativo de la política tecnológica del Gobierno. Ya puede llenarse la boca el presidente Aznar con que las nuevas tecnologías han de servir para democratizar, para igualar... Si luego no destina fondos y esfuerzos para ello...

P. No creo que a la opinión pública haya llegado ni la sombra de un debate a fondo sobre la cuestión.

R. Yo no tengo esa sensación. Claro, estoy en el Parlamento y escucho muchos discursos sobre el asunto. Lo que sucede es que la labor de la oposición queda muchas veces solapada porque el Gobierno impone sus propios temas de discusión, de tal modo que las carencias de su política no queden en evidencia.

P. Es sintomático lo que se dijo del cambio de ministerio de Josep Piqué. Su paso a Ciencia y Tecnología, destino que por lo demás parece muy efímero, se interpretó como una degradación.

R. Tiene razón: no hay sobre este asunto ni la valoración política, ni la valoración periodística, ni la valoración social que serían necesarias. Este caso revela una concepción muy rígida y anacrónica de la política, similar a cuando se dice que las mujeres ocupan ministerios poco importantes y están hablando, por ejemplo, del de Sanidad. Es verdad, y es grave, que el Ministerio de Ciencia y Tecnología sea tratado como una maría. Entre otras cosas, por él pasa el diseño de la sociedad futura y buena parte de las políticas de empleo; o sea, que...

P. Pues ya ve, una degradación.

R. Lo peor de todo es que tal vez el propio Piqué lo sienta, en el fondo, así.

Carmen Alborch, en la playa de Las Arenas, en Valencia.
Carmen Alborch, en la playa de Las Arenas, en Valencia.JESÚS CISCAR

Un ánimo joven

CARMEN ALBORCH fue ministra de Cultura en el último Gobierno socialista. Ni siquiera su melena roja fue capaz de interrumpir la decadencia. Su paso por el poder estatal -antes había ocupado la Dirección General de Cultura de la Generalitat Valenciana- fue un corto paréntesis de resultados incomparablemente menores que los que había obtenido al frente del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) y los que habría de obtener después como escritora de éxito. Respecto al museo, protagonizó su despegue: fue su primera directora y quien lo colocó en el camino de convertirse en uno de los referentes de la modernidad española. En cuanto a los libros, su primer éxito fue Solas, una biografía coral de muchas mujeres que incluía a ella misma. Ahora ha escrito Malas, y dado el tirón de ventas y los adjetivos aún disponibles no parece vérsele final a esta prometedora galería de la mujer contemporánea.

Carmen Alborch continúa siendo diputada socialista, y no es descartable que asuma en el futuro algún compromiso electoral. Por si acaso, ella se mantiene en tensa vigilancia, especialmente cuando se alude a Valencia, su ciudad, hoy gobernada por la derecha, de arriba abajo y de este a oeste. Asiente con impaciente resignación cuando su interlocutor describe el elevado tono vital de la ciudad, para advertir enseguida de que el cirio, el incienso y una cierta cultura vacua están instalándose silenciosamente en la ciudad. Puede que así sea, pero no parece que

el muermo -real o presunto-

se haya apoderado de ella. Su ánimo jovial sigue intacto, sin distinguir,

como de costumbre, entre placer, trabajo y compromiso.

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