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Tribuna
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El perejil

'¿Qué más te pongo?', dice el tendero. La mujer revisa el capacho de tomates y fruta: 'Con este calor, ná'. En los periódicos lo escribirán redicho, pero en Madrid se dice 'ná' porque la boca madrileña se cansa a la primera sílaba, en agosto el habla es un bostezo, y al que insiste se le recalca: 'Ná de ná'; mayor redundancia, imposible en estas fechas de galbana. Lo mismo que todos los años, el verano ha caído como una desolación, los que parten a San Sebastián o Santander dicen antes de pasarse una noche entera atravesando Castilla: 'Adiós, Madrid, que te quedas sin gente', una chuscada, porque en la capital son más los condenados a achicharrarse en este pudridero, unos por falta de recursos y otros por obligación del cargo. Incluso la familia real no sabe si veraneará. Los periodistas tampoco saben si habrá crisis en el Gabinete, no lo ha confirmado el presidente del Consejo -¿Sagasta?, ¿Cánovas?, ¿Canalejas?, ¿Maura?- cuando sale en coche desde el Congreso hacia palacio, por si acaso el dibujante de Gedeón coloca a los ministros en la cubierta de un barco en alta mar, uno de ellos con gorra de marinero. ¿Marina? La flota de Trafalgar y Cavite atraca en Ceuta, y el caballero, como si se situara en Tarifa, aplica su mano derecha a las cejas formando visera para avistar al enemigo: 'No hay moros en la costa', sentencia a los cofrades en el colmado de la calle de Cádiz, cuatro finos y unas aceitunas sobre una mesa que parece un taburete. 'Mi compadre está en Larache', murmura el picador que no actúa en las ferias de tronío (Sabañón, lo llaman en Agua, azucarillos y aguardiente, porque sólo pica en invierno). Y el aroma a invasión y reconquista que turba la memoria de la torería desde la Biblia y el Corán, Boabdil y Abd-el-Krim reaparece en la boca de las niñas que saltan a la comba en la plaza de Oriente: 'Morito pititón, de nombre virulí, ha revuelto con la sal, la sal y el perejil, perejil don-don'. La mano del monarca aparta el visillo al distinguir el coche del presidente del Consejo y se enfunda los guantes. El asistente propaga la orden: 'Guardia, a formar', y la banda de cornetas y tambores empieza el pasodoble de la Marcha de Cádiz -'¡que vivan los soldados que van a pelear!'-, el número estelar de la zarzuela Cádiz, libro de Javier de Burgos y música de Federico Chueca. '¿Te gusta, prenda?', dice el paisano marcando el ritmo con el bastón. 'Chulo, castizo', responde ella. Y él la estremece con el piropo abrasado: 'O cierras los ojos o llamo a un guardia'.

Pero ella no le obedece porque, ¿quién se resiste a contemplar el espectáculo de la plaza de la Armería? 'La parada', avisan las niñas. El monarca pasa revista, y junto al presidente del Consejo, despide a la tropa, que al compás de los tambores y el sonar del tararí sale por Bailén a la calle Mayor y toma rumbo hacia la Puerta del Sol, que está atestada pero tranquila - '¡Viva España!', grita el gentío que forma pasillo-, y de la Puerta del Sol sigue hasta el cruce con Cedaceros -'¡Viva España!', dicen los toreros andaluces en el colmado de la calle de Cádiz-, y de Cedaceros baja por la carrera de San Jerónimo -'Viva España', corean en Lhardy y en Fornos-, y en su camino a Neptuno recibe la unanimidad de los diputados, que dejan el escaño y gritan en la calle '¡Viva España!', y luego, la sonrisa de las damas del paseo del Prado, que agitan los pañuelos de mano -'valientes, valientes'-, hasta la estación de Atocha. Ahí espera el tren que conduce a la guerra de África. 'Soldados, ¡viva España!', exhorta el mando, '¡Viva!', responde la multitud en los andenes, en el vestíbulo. '¡Viva España con honra!', matiza el malencarado, y el paisano chulo y castizo alza el bastón como un estoque y tiene que ser contenido por su novia: 'Le daba así...'.Y ese clamor que, según los periodistas, 'corre por Madrid como un reguero de pólvora' cuando llegan noticias tremendas desde Alhucemas y el Barranco del Lobo, proviene de la misma garganta que en la plaza de toros de la Puerta de Alcalá arrastra su cadencia lenta y bien marcada en su modular binario cuando el desplante de Belmonte o Joselito induce a la rotundidad del 'olé'. Suena en el colmado de la calle de Cádiz la invitación gallarda: '¿Otra ronda, señores?', repican las campanas de la catedral en honor de los combatientes, susurran las calesas de Recoletos en el atardecer rojizo, rueda el toro sin puntilla, el sol agoniza en Rosales, y el aviso de la hora activa la memoria de la parroquiana que cierra el trato con el tendero: 'Se me olvidaba, haz el favor, dame un poco de perejil'. Otras veces dijo manojito o mano o puñado o pizca, porque nada vale menos que el perejil. Por eso él se lo regala, pero ella no lo acepta y porfía en pagar, hasta que el tendero la obliga a entrar en razón: '¿Pero vamos a tener una guerra por un perejil?'. La parroquiana recapacita, y con el obsequio en el capacho se marcha, tan contenta.

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