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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Extraños en el paraíso

Marcos Ordóñez

Uno. Pipo Delbono, 43 años, discípulo de Pasolini y Pina Bausch, es un caso atípico en el teatro italiano. Hará una década dirigió un Enrique V itinerante: el reparto, compuesto íntegramente por actores aficionados, cambiaba en cada ciudad de la gira. Delbono llegaba, seleccionaba cómicos, ensayaba con ellos, y daba una nueva función. En 1997 monta Barboni, a partir de diversos talleres teatrales con internos del Hospital Psiquiátrico de Avresa. En Barboni aparecían, por primera vez en sus montajes, esquizofrénicos, vagabundos y artistas callejeros, algunos de los cuales pasaron a formar parte de su compañía. En 1998 presenta Itaca, sobre el poema de Kavafis, en la cantera de Pietra Ligure: un macroespectáculo con sesenta actores y otros tantos obreros de la cantera. En 2000 llega Il silenzio, creado en Gibellina, la ciudad siciliana devastada por un terremoto. En la actualidad, Delbono tiene un teatro, una 'sede permanente' en la región de Emilia Romagna; su compañía gira constantemente por Italia, y este verano presenta una antológica -tres montajes: La rabbia, de 1995, homenaje a Pasolini; Guerra, de 1998, e Il silenzio- en el Festival de Aviñón.

Dos. En el Mercat de les Flors de Barcelona, Delbono ha presentado Esodo, estrenado en Módena en 1999 y repuesta el pasado año en el Piccolo de Milán. Esodo tenía, sobre el papel, todos los números para parecerme un espectáculo detestable, una apoteosis de freaks 'con mensaje'. Reconozco, de entrada, que la función incurre a ratos en un didactismo un tanto molesto; que su puesta en escena es deshilvanada y contiene no pocas torpezas y/o excesos, y que el contingente de disminuidos psíquicos puede hacer pensar en una utilización literal con vistas al chantaje ternurista, pero todos mis recelos se esfumaron al cuarto de hora. Superado un arranque facilón, con un grupo de turistas architópicos corriéndose una juerga, danzando y comprando, en un desolado campo de batalla, Esodo me arrastró a su epicentro, impregnado de una pureza y una potencia lírica muy poco frecuentes: donde sobra corazón no hay reparos formales o ideológicos que valgan, sobre todo después de habernos tragado incontables montajes 'dignos', sólidamente manufacturados pero sin el menor soplo de vida.

La poética de Pipo Delbono recuerda los cabarets chirriantes de Savary, la imaginería popular e hiperemotiva del mejor Alfredo Arias, los paroxismos rituales de Werner Schroeter. Esodo es un espectáculo sobre todas las formas del exilio, desde la marginación social hasta la persecución política: el exilio 'de quien ha sido expulsado de su tierra, de quien ha escapado de una dictadura, de quien huyó de un manicomio, de quien no sabe adónde va y tiene miedo a la muerte', dice Delbono. Una función sobre extraños, 'extraños en el paraíso', exiliados de su patria perdida y de sí mismos.

Tres. Estamos en un mundo en ruinas. A la derecha, un pianista triste, bajo una luz humilde; junto a él, un contrabajo que subraya la melodía con notas fatigadas: música de gueto, de bienvenida al campo de concentración. En el centro se agita un maestro de ceremonias, el napolitano Nelson Lariccia, flaco hasta la transparencia. Un mendigo esquizofrénico, al que Delbono conoció en los días de Barboni, y al que enroló en la compañía. Entre las ruinas flotan apariciones, retazos de memoria. Voces de emigrantes, bajo el constante aleteo de los helicópteros. El saharaui Fadel Abeid narra la historia de unos niños, destrozados, cuando jugaban, por las minas marroquíes. La albanesa Enkeleda Cecani relata la noche en que Tirana se alzó en armas contra la dictadura; la noche en que 'las ventanas ardían, las cenizas ardían, el aire ardía'. Hay voces argentinas, como las de Pepe Robledo y Gustavo Giacosa, que huyeron de su país cuando Videla llegó al poder. Voces orgullosas, como la del palestino Mohamad Hussein Moussa: 'Mis manos se parecen a las de mi padre. No me plegaré jamás a nadie. Nunca'. Un fragmento de una carta desde Auschwitz: el recuerdo de una flor roja, brotando entre los alambres de púas. Fragmentos de Pasolini, de Brecht, de Primo Levi, de la Biblia, que Pipo Delbono lee desde la oscuridad, como un oso furioso, armado de un micrófono y una linterna. Fragmentos del discurso final de Chaplin en El gran dictador. Canciones suramericanas, canciones hebreas, cantos musulmanes, hermanados en una sola música, la música de la 'capital del dolor' que evocó Paul Eluard.

Y los gestos y los pasos y las danzas de los sin voz, de los absolutos desposeídos. Bobo, 65 años, sordomudo y microcéfalo, que pasó su vida en el psiquiátrico de Avresa. Gianluca Ballaré, 20 años, síndrome de Down. Imágenes para el recuerdo: cuatro mujeres con burkas y túnicas de colores vivos (rosa, azul, naranja, lavanda) avanzan en fila entre las ruinas; suena un golpe de música y caen muertas, como marionetas con los hilos cortados. El joven saharaui, un príncipe de torso desnudo, bailando Heureux qui comme Ulysse, de Brassens, después de hablarnos de la lluvia en el desierto, del olor y el frescor de la lluvia. Y las 'entradas', casi circenses, de Bobo y Lariccia, los dos soldados perdidos de todas las guerras, eterna carne de cañón; un tándem tragicómico, unos Franco Francchi y Ciccio Ingrassia del Universo Paralelo -que es éste, que está aquí, a cuatro pasos y a cuatro bombas- bailando Kinky Reggae tras el último estallido, antes de morir, abrazados. Delbono recita la Canción de la ciudad incendiada de Brecht; el pianista y el contrabajo interpretan un réquiem. Aparece Gianluca vestido de ángel, un hijo del País de Nunca Jamás, cabeza pelona, ojos como canicas, con una vela en la mano. Cesa la música, el ángel cubre a los soldados tontos con sus alas, deja la vela en el suelo, dice adiós.

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