Genio y exceso de Langhoff
Uno. Matthias Langhoff ha vuelto a la Cómedie Française, que no pisaba desde que en 1996 montó la Danza de muerte de Strindberg, para invitarnos a un viaje por el alucinado cerebro de Georg Büchner. Lenz, Leonce et Lena chez Büchner es, como su nombre indica, una mixtura entre la novela corta y la comedia que el meteórico dramaturgo escribió simultáneamente, poco antes de morir, víctima del tifus, a los 23 años. El eje, aquí, es la imposibilidad de la fuga. Léonce et Lena, que en nuestro país estrenó el Lliure y en la Salle Richelieu se ofrece en traducción de Bernard Dort, es una fábula delirante a la manera de Hoffman. En un país imaginario, el príncipe Léonce ha de casarse, por razones de Estado, con la princesa Lena. Los adolescentes no se conocen. Ambos, por separado, deciden escapar de las imposiciones del mundo adulto y huir a Italia, pero el azar quiere que se encuentren en un albergue y se enamoren. Valerio, el criado de Léonce, urde una estratagema para que el rey les case: disfrazarles de autómatas. Sólo al final, cuando caigan las máscaras, descubrirán que no han hecho otra cosa que cumplir la voluntad de sus padres. Por otro lado, Lenz se centra en el viaje por las montañas de los Vosgos de Jacob Lenz, poeta esquizofrénico del Sturm und Drang, que intenta huir del pájaro negro de la locura, para acabar en un manicomio de Estrasburgo. Langhoff busca el diálogo entre ambos textos, como en un dislocado juego de espejos; un delirio circular que se muerde la cola, como Lost Highway, de Lynch: ¿Léonce et Lena es un sueño demente de Lenz, o Lenz es un personaje perdido en el universo de Léonce et Lena?
Dos. El espectáculo se abre con una filmación: desoladas imágenes de la zona de Waldbach en invierno, que Langhoff recorrió siguiendo los pasos de Lenz, cuando el poeta buscaba refugio en la casa de su protector, el pastor Oberlin. Sigue un prólogo que marca el tono febril, alucinatorio, de la propuesta. Bajo un pez gigante, el agonizante Büchner (Benjamin Monnier) recita fragmentos de su Memoria sobre el sistema nervioso de los barbos, el texto maniacamente detallista que escribió en sus años de estudiante de fisiología, orquestado aquí como una partitura malsana, en la que su voz asfixiada, sacudida por los espasmos del tifus, trata de abrirse paso entre el coro de risas, gritos y frases sin sentido de los habitantes de su Hesse natal, arracimados a sus pies como figuras de una pesadilla. El módulo escénico gira sobre sí mismo, cada vez más aprisa, y queda fijado en un trompe l'oeil a la manera de Magritte: en lo alto, las montañas de Waldbach y un cielo de tormenta inminente; abajo, una reproducción de las arcadas, las columnas, los jardines del Palais Royal, a cuatro pasos de la Cómedie. Langhoff transforma Léonce et Lena en una opereta onírica; un universo de luces exangües, con cortinajes granate y velas agitadas por el viento, en grandes candelabros. En manos de Langhoff, el espléndido reparto muestra, como jugando, todo su potencial, su portentosa gama de registros: actores capaces de pasar de la alta comedia al garabato expresionista, o de repartirse, a la manera de una cantata, las evocaciones de la ordalía de Lenz, como si recuperasen restos de una memoria perdida.
Denys Podalidès es un narrador que parece un sonámbulo hipnotizado, y de pronto un perverso maestro de ceremonias, y un Baal feroz, un hooligan del Paris-Saint Germain, en las escenas del metro, y el untuoso ayuda de cámara del rey Pierre (Alain Pralon). Jean Yves Dubois, impresionante Valerio, es un vagabundo filósofo con la desastrada elegancia de Gainsbourg (melena sucia, rostro sin afeitar) y es también Lenz, caminando sin norte por las montañas, con la mirada de Woyzeck a la caída de la tarde, cuando veía girar una cabeza ensangrentada entre los matorrales.
Tres. Tras la boda de los autómatas, contemplada por Lenz de camino al manicomio, el escenario se vacía, borrado por el viento originario del didjeridoo. Son casi tres horas de genio y de exceso: interpretaciones de una intensidad infrecuente; formas que brotan y se clavan en nuestra retina antes de esfumarse, como fulguraciones, pero el espectáculo, sin intermedio, acaba agotando, falto de equilibrio, con el peso mal repartido. ¿Era necesario narrar Lenz en su totalidad? ¿Es necesaria esa inmensa máquina escenográfica que eleva a 350 millones de pesetas el precio del montaje e imposibilita su gira, clavándolo para siempre en el espacio de la Salle Richelieu? Son reflexiones que uno se hace a la salida, entre la fatiga y la maravilla, y tras atrapar el último 'efecto especial' de Langhoff, el más sencillo, quizá el más eficaz. En la Place Colette, unos altavoces repiten, perversamente, la tonada central y basta la conjunción de esa música y la luz del anochecer entre las columnas del Palais Royal para crear la sensación de que seguimos atrapados en el decorado de un universo extraño, irreal, fantasmagórico.
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