En la victoria
Cuando la derrota de Milán del año pasado escribí una columna dedicada al hijo de un amigo cuyas lágrimas al final del partido repartieron las cámaras por toda Europa. Me alié con el chico recriminando a los responsables del Valencia CF no haber tenido prevista la celebración de la otra mitad de las posibilidades a que se enfrentaba el equipo. Como se ve ahora, la única mitad que contaba en la agenda se celebra sola, incluso bajo una lluvia a cántaros que pasó desapercibida para la hinchada. Esta vez no hubo torbellino emotivo previo al partido, y viví el encuentro tranquilamente lejos del Mestalla y sin congojas de sufridor inducido. Ahora no sentía cerca la angustia, ni los gritos enloquecidos, ni los ecos del rugir de Mestalla repleto de telespectadores, ni los silencios catatónicos, como tampoco la incierta y terrible suerte de los penaltis... Desde el principio todo apuntaba a que la única hipótesis que cuenta para la gente del fútbol, estaba clara: la victoria, y con ella el triunfo en la Liga.
Hoy nadie resulta responsable de dejarnos en la desdicha y fríos con nuestra pena. No necesitaron ordenar ir a recibir al equipo triunfalmente, ni tuvieron necesidad de plantearse que llegar al final y por arriba era el mérito; ni siquiera pensaron que para después de la posibilidad que no ocurrió había que tomar decisiones antes, porque se fió todo a celebrar la mitad matemática de las posibilidades. Directivos de la casa, políticos y figurantes reaccionaron sin guión previo para celebrar lo celebrable: estar arriba, entre los mejores, y ahora en la cima.
Estos que nos ponen a sufrir por algo tan digno como es ese inteligente juego saben celebrar dignamente y por todo lo alto la mitad de las posibilidades, la victoria, precisamente porque se celebra ella sola. Eso es lo que le dije al chico entonces. La noche del domingo la TV de casa se vació con la victoria y ofreció un único plano de gente vociferante, fuera de sí, con ganas de recordarles a algunos de los competidores la contundencia de su fracaso, que se sucedía a sí mismo como homenaje al cinema verité, que es como una cámara sin rumbo entre gente cuyo norte es sacarse de encima la adrenalina de 31 años de espera.
El directo televisivo del lunes, (la entrada de la escuadra valencianista a lomos del autobús-elefante) con guión político-religioso-corporativo previo -por otra parte obvio para las celebraciones al uso-, reeditó la poco imaginativa película de gritos, proclamas, muecas y berridos gloriosos pasados por agua combinados con la pleitesía de la comitiva a poderes civiles y religiosos, como ocurre con la cautiva Senyera, que la rinde una vez al año con cita exprofeso a los pies de la estatua ecuestre de Jaume I, parada que, sin duda, el bus no hizo, aunque al final fuese el mismo Himne el que cerró el acto corporativo en Mestalla.
De la victoria futbolística ya hablarán los técnicos -o todo quisqui-; del espectáculo masivo puede que los sociólogos; de algunas particularidades del entusiasmo valencianista sucedáneo de un patriotismo políticamente operativo me perdonarán que haya ensayado leves recriminaciones desde mi mesa de politólogo; aunque, quizás los excesos y obviedades que critico no sean más que la traducción de la frustración personal que me produce el contraste entre el dispendio gratuito de tantas energías para unas cosas y la frialdad ante las que a la larga importan al conjunto de los valencianos. Es, ya digo, algo personal de un valencianista.
Vicent.franch@eresmas.net
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