Comedia con aguijón
Uno. ¿Quieren ver una buena comedia en Londres estas vacaciones? Mi recomendación: Humble Boy, de Charlotte Jones, que acaba de llevarse el premio de la crítica inglesa a la mejor nueva obra. Charlotte Jones es una joven autora, con dos o tres funciones en su haber, que dejó la interpretación para dedicarse de lleno a la dramaturgia, con inmejorables resultados: Humble Boy arrasó en el Cottesloe, convirtiéndose en la pieza más aclamada del National desde Blue/Orange, de Joe Penhall, y acaba de pasar al West End, en el Guielgud Theater, con Felicity Kendall, una reina de la comedia, sustituyendo a la gigantesca Diana Rigg. El resto del reparto continúa intacto, encabezado por Simon Russell Beale, un descomunal todoterreno, de físico inusual (es sorprendente su parecido con Javier Gurruchaga) y capaz de tocar todas las teclas. En los últimos años yo le he visto hacer de todo, tragedia y comedia, con una maestría absoluta: Rosencrantz en la obra de Stoppard, el doctor Pangloss de Candide, un Yago furioso en el Otelo de Sam Mendes y, la temporada anterior, el mejor Hamlet de la década, dirigido por John Caird, que firma también la puesta en escena de Humble Boy.
El título, cuya traducción literal sería 'chico humilde', apunta más bien a un juego de palabras entre 'el chico de los Humble' y Humble Bee, abejorro. Félix Humble es un astrofísico de 35 años que ha pasado la mitad de su vida encerrado en Cambridge, investigando la teoría de los campos unificados de la energía. Allí recibe la noticia de la muerte de su padre, un estudioso de la apicultura, y cuando comienza la obra le vemos llegando a la casa familiar, en Cotswold, para encontrar a su madre, Flora, a punto de casarse con un antiguo pretendiente... y, como está mandado, para toparse con un fantasma paterno que vaga por el jardín, más preocupado por el destino de su colmena que por clamar venganza.
Toda la comedia -elegante, muy bien estructurada y llena de sorpresas- se desarrolla en el típico jardín inglés. La escenografía recuerda un poco a aquel Leonci i Lena del Lliure, con hierba en todos los tonos del verde y un diluvio de flores veraniegas: rosales, campánulas, guisantes de olor. En el centro, una mesa y unas sillas de hierro blanco; un enjambre de senderos y, en lo alto, como un tótem omnipresente, una enorme colmena vacía.
Dos. Humble Boy es, fundamentalmente, una comedia de madre e hijo: se quieren y se detestan, porque no pueden ser más distintos. Félix, gordo, torpe, con una constante tartamudez nerviosa y la 'inteligencia emocional' de un adolescente, no puede soportar la exuberancia sexual de su madre, ni el escaso afecto que muestra hacia él y hacia el marido muerto, el padre ausente. Ella, Flora, es una ex modelo ultraneurótica y de lengua afiladísima, una abeja reina que pica como una avispa, asfixiada durante cuarenta años por la vida provinciana y convencida de que malgastó su porvenir de estrella de cine engendrando a un hijo que parece su antítesis, sin un átomo de glamour. La 'novela hamletiana', como diría un psicoanalista, se completa con George (Dennis Quilley), el eterno pretendiente, un Claudio encantador y vitalista, imposible de odiar, que flota en una nube de Pimm's y baila al ritmo de Glenn Miller; Mercy (Marcia Warren), la vieja vecina, una solterona tan despistada como Polonio, que idolatra a la reina, a la que ha convertido en la mujer de su vida, su modelo ideal, y Rosie (Cathryn Bradwhaw), la antigua novia de Félix, una Ofelia lúcida e independiente, la única capaz de liberarle de sus frustraciones y torpezas y que, para acabar de liar la madeja, resulta ser la hija de George.
Leí la comedia el verano pasado y, al ver su puesta en escena, tuve la sensación -tan poco frecuente en nuestro teatro- de que era exactamente como la había imaginado: el reparto perfecto, con todas las gamas y los matices en su sitio. Y el tono exacto, entre Ayckbourn y Chéjov, con unas gotas de, por supuesto, el Stoppard de Arcadia, quizá el primero en abrir la veda de tantas funciones -de Copenhague a Proof- con una indagación científica entreverándose en la trama. Aquí, como en Arcadia (aunque sin alcanzar su altísimo vuelo), los referentes a la física cuántica no son un lastre pretencioso ni un plomo a secas: siempre hay un giro humorístico, una 'toma de tierra' que equilibra la descarga, y ese trasfondo se resuelve siempre a favor del relato y, sobre todo, de la emoción, como en la preciosa escena en que la gélida Flora rebrota, nunca mejor dicho, al encontrarse, mediante un imprevisto bucle espacio-temporal, con el fantasma del marido muerto, que vuelve como un joven e impetuoso enamorado... demostrando, de paso, la eficacia de las teorías del iluminado Félix.
Como en Conversaciones tras un funeral, la primera obra de Yasmina Reza (incomprensiblemente inestrenada en España), la escena más aplaudida -y la más hilarante- de Humble Boy gira en torno a una cena de familia, en la que se desatan todos los conflictos, con un recurso de comedia que es puro Ayckbourn: las cenizas del padre yendo de mano en mano, guardadas en un frasco de miel, para acabar propiciando una inesperada comunión al convertirse, inadvertidamente, en condimento de un gazpacho. Juntar Hamlet, comedia de enredo, sátira costumbrista y física cuántica no está al alcance de cualquiera: cabe esperar grandes cosas de Charlotte Jones.
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